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Todo lo daba… hasta la sotana
En Santa Clara se mantiene imborrable la huella de profundo humanismo y entrega a la comunidad del presbítero Francisco Chao y Olaortua, cura visionario de la Iglesia Parroquial Mayor.
Busto de mármol del inolvidable prelado, emplazado en el Parque Leoncio Vidal. (Foto: Archivo)
Roberto González Quesada
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11 Julio 2019
11 Julio 2019
hace 4 años
Frente a la estampa indiferente de tanto egoísmo y apócrifo cristiano que andan por el mundo, se mantiene imborrable la huella de profundo humanismo y entrega a la comunidad del presbítero Francisco Chao y Olaortua, cura visionario de la Iglesia Parroquial Mayor de Santa Clara.
De él se ha escrito bien poco y se merece que se le recuerde. Había nacido el 6 de agosto de 1839 en Vitoria, capital de la provincia de Alava, al nordeste de España en la cuenca del Ebro, histórica por la derrota que allí sufrieron cinco lustros antes las tropas napoleónicas a manos de españoles e ingleses.
Su padre, Urbano Chao, era músico y la madre, Paula de Olaortua, profesora de Letras y también de Música. No extraña, pues, que le atrajeran las artes y la literatura, aprendiera piano, estudiara latín, Humanidades y Filosofía Elemental, pero su vocación eclesiástica lo encamina hacia la Teología. En 1862 es diácono y presbítero. Más tarde graduado de Derecho Canónico.
Quizá como una premonición que el destino lo vinculara a nuestra ciudad, desempeña las primeras funciones sacerdotales en el vitoriano Convento de Santa Clara.
Llega a Cuba en agosto de 1866, ejerce en La Habana y Alacranes (Matanzas); al enfermar regresa a España y vuelve en 1872 a la Mayor de Las Antillas, oficia de cura ecónomo en Ceja de Pablo (zona de Corralillo), Quemado de Gí¼ines y Alquízar (Matanzas). Por último (1892) es destinado a la Iglesia Parroquial Mayor de Santa Clara, situada en la antigua Plaza de Armas, hoy parque Leoncio Vidal.
Y es aquí, precisamente, donde va a identificarse a plenitud con los hijos de esta tierra, a sentir a Cuba como Patria por adopción y comprender la razón de su lucha independentista. «Sólo Dios, dice, puede disponer de los pueblos, y si ya en esta década son libres casi todos los países de América Española no veo motivos para que los cubanos no lo sean. »
El dictador de España y restaurador de la monarquía, Antonio Cánovas del Castillo ha decidido la guerra de exterminio en la Isla caribeña. Su brazo ejecutor, capitán general Valeriano Weyler, dicta en febrero del 97 el bando de reconcentración de la familia de los campos en las poblaciones ocupadas por las tropas de la Corona sin reparar en las terribles consecuencias de miseria, hambre y enfermedades.
La situación de Santa Clara se torna crítica. Los plantíos de la región han sido arrasados para que las fuerzas mambisas no puedan proveerse. La villa, que apenas tiene 13 mil habitantes, se ve engrosada con una masa de 12 mil reconcentrados sin medios de sustento. El número de fallecimientos aumenta considerablemente. Un día asciende a 67, la mayoría niños. Llega al tope el cementerio general de la parroquia y hay que abrir el clausurado siete años atrás.
El alcalde informa a la Capitanía General:
No hay recursos para asistir a refugiados, morirán.
Ese es el propósito del bando, son enemigos de España respondió Weyler.
Durante este dramático período el presbítero Alberto Chao asume la misión principal de atenderlos. Convierte la sacristía del templo en enfermería donde muchas mujeres grávidas alumbran. Distribuye su pan, el dinero que recauda la iglesia y lo que percibe como administrador del Registro Civil.
Cuentan que no tenía nada suyo, todo lo daba, incluida la sotana. Una noche de intenso frio encuentra a un descamisado desvalido, se la quita y arropa con ella al infeliz.
No pocas veces lo atropellan necesitados que acuden en tropel y reclaman cuando no queda ni una pizca que entregar. En carta a su mejor amigo de Alava, le confiesa: «No tengo qué comer, pero no es eso lo peor, lo peor para mí es ver a mi derredor tantos hambrientos y no tener con qué socorrerlos. »
Este hombre noble, que ayudaba a aquellos desdichados tanto por inclinación humanitaria como por ser víctimas de una política de opresión inaceptable, murió en el Hospital de Santiago de Vitoria, su ciudad natal.
El Ayuntamiento santaclareño le titula Hijo Adoptivo Ilustre, y en su memoria nombra Padre Chao a la calle Las Flores, que nace entre el hotel Santa Clara Libre y la Casa de la Cultura y a un parquecito que desaparece al tener que ampliarse el Parque Leoncio Vidal, en el cual se ha emplazado un busto de mármol del inolvidable prelado.
Al develarse el monumento el 15 de julio de 1928 en el aniversario 239 de la fundación de la villa, su panegirista Florentino Martínez, hace notar:
«El presbítero Francisco Alberto Chao no tenía referencia de Martí. Y sin embargo, como el Maestro, reclamaba, cumplía su deber sencilla y naturalmente. »
Al Padre Chao
Con la fidelidad que copia un río
espejo natural al Firmamento,
él copió de Jesús el sentimiento
raro y sublime por lo justo y pío.
Vedlo si no cuando el paisano mío
luchaba sometido al juramento
de morir o ser libre como el viento
que llena lo que llaman el vacío.
Llegó Weyler feroz y omnipotente,
y aunque nuestro gañán era inocente
obligóle a vivir en poblaciones.
Y el párroco español, viendo el enjambre
de aquellos seres que diezmaba el hambre,
dio a todos de comer sin distinciones.
Dedicado por el bardo santaclareño Santiago Ordóñez de Hara al desaparecido sacerdote el 12 de agosto de 1922 en su libro Al son del Bélico.