Cada 21 de septiembre la Asamblea General de Naciones Unidas nos convoca a fortalecer los ideales de paz, a envolver el mundo en una bandera blanca para sanar las heridas de los fuegos cruzados, a rehacer los caminos con pasos que no aplasten a otros seres humanos; a escuchar, respetar y unir.
Contraria al festejo de un día, la paz deviene construcción permanente y colectiva, que invita a los pueblos a mirar mapas y calendarios desde una perspectiva contrahegemónica, sostenible, diversa e inclusiva. Si ubicamos en tiempo y espacio los acontecimientos, el 2020 se presenta como un año para nada pacífico.
La naturaleza nos declaró la guerra desde el 31 de diciembre de 2019, con los primeros estragos de su arsenal microscópico en la ciudad china de Wuhan. El armamento más letal que ha probado la madre natura desde los días de la gripe española —en el lejano 1918— extendió sus ráfagas hacia los cuatro puntos cardinales; y hoy las secuelas clínicas, psicológicas, sociales, económicas y políticas resultan tan inciertas como la solución del conflicto sanitario.
A la par de la crisis epidemiológica que hace de América su epicentro, subyace la desestabilización política, latente en la región donde los «aldeanos vanidosos» y los «gigantes que llevan siete leguas en las botas» se disputan el dominio sobre sus semejantes.
Venezuela y Nicaragua defienden la autodeterminación de sus pueblos y la legitimidad de sus gobiernos frente a las lecciones de quienes enarbolan democracia y derechos humanos sobre el asta de la injerencia. Mientras Bolivia encara un gobierno golpista que demoniza el Movimiento al Socialismo y mantiene a la nación andina en un caos.
Engalanados con el traje neoliberal, los gobernantes de Ecuador, Chile y Brasil quedan en ridículo frente al pueblo que los eligió. Las multitudes de los tres países se lanzan a las calles para denunciar el retroceso de las conquistas populares, que alcanza su clímax durante la pandemia de la COVID-19.
¿Qué decir de Colombia? Después de tantos años en una batalla desde múltiples cuarteles, la paz incipiente se ve opacada por la persecución y el asesinato de exguerrilleros y de líderes sociales defensores de los derechos humanos, fundamentalmente en comunidades del interior.
El Viejo Continente no escapa a los tiempos revueltos. Mientras los Estados se reponen a los ataques del SARS-CoV-2, Bielorrusia se ha convertido en centro de la conspiración política. Después de 26 años en el poder, Aleksander Lukashenko, cuyo único delito consiste en vencer a la candidata opositora con el 80 % de los votos, afronta las acusaciones de quienes asumen la estabilidad de un gobierno como riesgo para la seguridad mundial.
Al son del Estado Islámico bailan otros terroristas, maquillados con excusas de ayuda humanitaria, pacifismo y destrucción de armas químicas. Se aprovechan de las tensiones en el Medio Oriente para controlar recursos naturales e intimidar a países vecinos. Mientras tanto, los pueblos cercanos al Mar Mediterráneo y el Mar Rojo siguen viviendo una tormenta que no parece tener fin.
Si de obstruir la paz se trata, vale colocar a Estados Unidos en la posición retórica de denominador común. Cual fiera acorralada, el magnate que ocupa la Casa Blanca desde 2017 quiere asegurar a toda costa otros cuatro años de alquiler. Como si en la reelección le fuera la vida, recurre al viejo truco de desviar la atención de la penosa realidad interna con la crisis de otras naciones. Y, si no hay crisis, las crea. No por gusto su propuesta para el Premio Nobel de la Paz cayó como un martillazo, satirizado por los memes en las redes sociales, pero martillazo, al fin y al cabo.
A la ineptitud de Donald Trump frente a la pandemia global en la que asume un protagonismo indiscutible, se suman la actitud fascista hacia los inmigrantes, el racismo enquistado en la sociedad norteamericana y la política obsoleta hacia China, Rusia y Cuba, porque ya no nos intimida, ni con guerra fría ni con paños tibios.
De regreso en casa, pasada la confusión de tantos husos horarios y superado el trauma de la violencia en todas sus manifestaciones, nuestras batallas se tornan ligeras y el armamento, barato. Nasobuco y distanciamiento físico para darle jaque mate al bichito que nos puso el tablero en cuarentena desde marzo. Trabajo y ahorro para aliviar los bolsillos y aflojar el grillete casi sexagenario que nos pone el vecino de enfrente. Sensibilidad y empatía para conservar la esencia —ante todo– humana.