Hagamos un sencillo y práctico ejercicio de conciencia: ¿cuándo fue la última vez que, al llegar a un centro de trabajo —sea o no el nuestro—, cumplimos los protocolos epidemiológicos tal y como deben ser? Yo, personalmente, no logro recordar.
Siempre me falta algo. O esquivo los pasos podálicos por temor de perder otro par de zapatos de tanto cloro u olvido echarme el alcohol que siempre anda en mi bolso, o nadie me recibe en la recepción con la molesta, pero necesaria pregunta: «¿Tienes algún síntoma?».

Si a usted no le ocurre como a mí, si la vanidad del calzado le resulta absurda, si la memoria no le falla y el alcohol va por delante o siempre ha estado presente la insistente interrogante, ¡felicidades! Cuba entera necesita más personas de su estirpe.
Ya ha pasado un año desde que la COVID-19 plantó bandera en suelo isleño, desde los primeros sustos, desde que la vida de todos sufriese un giro radical; también, de los primeros aplausos en los balcones para honrar al personal de Salud, del día en que el Dr. Francisco Durán García se convirtió en un miembro más de la familia. Trescientos sesenta y cinco jornadas, y un poco más. Mucho ha cambiado Cuba desde entonces.
En el inicio —cuando mi Santa Clara era poco más que una ciudad semidesierta—, yo implanté mis propios protocolos. Un único par de tenis para todas las salidas, al llegar a la casa me quitaba la ropa en la puerta y directo a la ducha, cero visitas, cambio de nasobuco cada tres o cuatro horas y saluditos «de coditos» o de lejos, sin importar quién se molestase ante mi antipatía.
Al principio, en que 40 casos en todo el país nos parecían demasiados, yo me cuidaba mucho más. Sin temor a equivocarme, creo que formo parte de una inmensa mayoría.
Poco a poco, y a medida que aumentan los positivos, le hemos perdido miedo a la pandemia. Enfermarnos, amén de los riesgos y las secuelas, cada vez nos parece menos preocupante. El cansancio se alza como vencedor. Doce meses desgastan.
Protegerse del coronavirus constituye un acto individual, pero no por ello debemos desestimar las medidas que, desde el nivel estatal, buscan la prevención de los picos de contagio en medio de un panorama poco halagüeño.
Los planes epidemiológicos se han establecido con el único objetivo de poner un alto al virus y afectar al mínimo la vida económica del país. La economía no puede detenerse. Tampoco, la producción, el desarrollo científico y social, la agricultura, la creación artística ni los entrenamientos deportivos.
Entonces, resulta inconcebible que, poco a poco, se vayan perdiendo los protocolos higiénico-sanitarios dentro de las instituciones y entidades estatales. Que los pasos podálicos y el pomito con el cloro cumplan una función decorativa en la entrada de los locales. Que los nasobucos solo se empleen de la forma correcta cuando haya «moros en la costa».
O peor, que se les exija a los trabajadores que concurran a su centro laboral por gusto, para poder justificarles el salario. O se les permita entrar con alguna sintomatología. Actitudes como estas, tristemente, ya han costado muchísimos contagios.
Durante estos 12 meses hemos visto cómo las buenas intenciones de algunos, las ineptitudes de otros y las irresponsabilidades de varios han allanado el camino al infierno. En medio de esta carrera de resistencia, los errores individuales se pagan de manera colectiva. Por ello, repitamos el ejercicio de conciencia y, de paso, veamos cómo corregir nuestros fallos.