Carlos Alejandro Rodrí­guez Martínez
Carlos A. Rodrí­guez Martí­nez
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25 Mayo 2016

Puede que intentes el esfuerzo mayor. Puede que escondas la cabeza en un hoyo, como el avestruz. Y será en vano. En el taxi, en la guagua, en el parque y hasta en centros culturales desorientados, cualquier música estridente descontrola el bullicio de la ciudad.

Sucede que alguna gente en todas partes tiene el buen propósito (digamos) de «musicalizar » la vida de los demás mortales. Pero de buenas intenciones, ya lo sabemos, también está empedrado el camino del infierno musical.

Caricatura de Martirena sobre música en espacios públicos
(Ilustración: Martirena)

Y a veces vale poco la pena analizar el concepto tradicional de música; es decir, la combinación coherente de sonidos y silencios basada en los principios de la melodí­a, la armoní­a y el ritmo. Porque el género musical que sea puede convertirse en castigo cuando uno está obligado, sin más remedio, a oí­r «lo que suena ». Claro está, la tortura auditiva tiene gradaciones.

A mí­, con perdón de los amantes legí­timos de cierta música, me parecen tan punitivos Rudy La Scala como Kola Loka, a las 12:00 del dí­a, en una guagua, bajo el sol, entre la multitud apilonada. Pero habrá nadie lo dude quien no soporte la música clásica o la canción cubana. Y habrá también quien diga que ni una ni otra son apropiadas en un camión intermunicipal. Y venga entonces el pop norteamericano o los últimos temas de The Voice.

Si bien en Cuba existen regulaciones que pautan los decibeles máximos de la música reproducida en espacios públicos no idóneos, no existe ninguna norma que disponga qué contenidos se deben o pueden amplificar en esos mismos espacios. Es decir, en otras palabras, que hasta ahora ninguna regla limita al chofer de una guagua o de un taxi particular para amplificar a todo volumen un tema machista, racista, homofóbico o carente de los más mí­nimos valores musicales.

En la era de la democratización tecnológica, donde los individuos disponen de sus propios medios reproductores (celulares, tabletas, memorias, laptops…) y deciden lo que escuchan y reproducen, el Ministerio de Cultura y la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) han dedicado atención al tema del consumo musical en espacios públicos. Recientemente, una de las vicepresidentas del Instituto Cubano de la Música (ICM) compareció ante el Noticiero Cultural para informar que su institución trabajaba con denuedo en la creación de una pauta jurí­dica capaz de limitar el consumo público e inadecuado de la música.

Y el lector quizá piense que ninguna persona y ningún organismo estatal pueden prohibir lo que uno prefiera escuchar en materia musical. Y tiene razón si cree que el ICM no podrá interferir en lo que cada cubano escucha entre las cuatro paredes de su casa. Pero el ICM sí­ podrá y debe hacerlo de una vez ordenar lo que unos y otros escuchan en la calle, en los medios de transporte o en otros espacios comunes.

Y aclaro que no se trata practicar una prohibición que serí­a contraproducente, sino de instaurar las más básicas normas de civilidad. Lo que se amplifique en tiendas, establecimientos gastronómicos particulares o estatales, edificios públicos, y hasta en la radio y la televisión, debe estar sujeto a la calidad de los productos musicales y a los contenidos éticos de esos materiales. Y cada ciudadano deberí­a tener el derecho de demandar o quejarse a unas y otras instancias ante la reproducción de productos discriminatorios, banales, denigrantes o lo que sea.

Por otro lado, los propietarios particulares de medios de transporte o los cuentapropistas dueños de restaurantes y cafeterí­as deben comprender que al recibir la aprobación estatal para prestar uno u otro servicio, su vehí­culo o su salón se convierten en espacios públicos. Y en teorí­a no pueden instaurar su dictadura musical alegando que ese es su negocio, «y si no te gusta, vete ». En la práctica los comensales o los pasajeros, en cualquiera que sea el caso, podrí­an oponerse a la reproducción de temas musicales groseros (como El chupi chupi, ¿lo recuerdan?) o denigrantes (como Pollo por pesca’o, de Kola Loka).

Ahora, habrá que estar atentos para ver quiénes, con qué nivel de responsabilidad, harán cumplir las normas jurí­dicas establecidas en el futuro cercano. Pues aunque ahora mismo el volumen máximo posible está limitado según disposiciones del Ministerio de Ciencia, Tecnologí­a y Medio Ambiente (CITMA), no aparecen noticias de ruidosos infractores multados por el cuerpo de inspectores de cualquier gobierno municipal o provincial. ¿Alguien sabe?

En este instante parece que seguirán sonando en todas partes, indiscriminadamente, las rí­tmicas estridencias del reguetón; cualquier cubano pondrá en las cuatro esquinas de cualquier pueblo sus bafles, «a todo meter »; y cualquier chofer subirá al máximo a Will Campa, notable especialista en denigrar a la mujer. Y la paz de los silenciosos será perturbada. Hasta un dí­a (próximo), cuando lleguen las normas y manden a parar, a disminuir, a respetar. Y para eso, digo yo, no hará falta que se seque el Malecón.

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