Cuando todavía no se tienen ni 7 años, es difícil comprender la grandeza de un hombre al que unos llaman Comandante, mientras ella le dice papá. A esa edad, las cosas se miran con la simpleza de los ojos inocentes y resulta difícil entender, asimilar que «si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre ustedes ».
Aleida Guevara no tuvo mucho tiempo para conocer a Ernesto, su padre, el hombre admirado por muchos, de estirpe, de barba y mirada profunda que ligaba el vino con agua. Era muy pequeña el día que le dijeron de su muerte.
«Ella (su madre) me sentó en la cama y me dijo “tengo que hablar contigoâ€. Yo no recuerdo en ningún momento que mi mamá me haya dado la noticia. Ella sacó una carta y la empezó a leer. Mi mamá estaba llorando leyendo la carta y al final dice: un beso grande de papá »*.
Pero él mismo le enseñó que no se llora a la gente que se quiere, si esta murió como quiso. Y así, abrazado a su utopía, murió el Che.
Desde entonces, sus hijos, los de sangre, tendrían que construirse una imagen de él, atar recuerdos de ese ser al que tuvieron a retazos, en los intensos años de inicio de la Revolución.
En el ‘97 la vida los puso de nuevo ante el dolor de la pérdida:
«Recuerdo cuenta Aleida la impresión de ver a mi mamá llorando, temblando, y en un momento determinado no pudo soportar más la tensión y dijo: “este hombre cargó a mis hijos, este hombre me amó, y ahora solo veo esta pequeña cajita frente a nosotrosâ€. Fue un momento difícil, pero ella estuvo siete días junto a mi padre como si no lo pudiera dejar solo. Era como si se estuviera despidiendo de una historia de amor ».
Pero hay ciertos amores que nacen eternos, incorruptibles, como cosidos en unas de las esquinas más firmes del corazón. Cuando se ha amado tanto, al punto de dar la vida por otros, el amor se multiplica en cientos de personas que lo admiran y acompañan.
El Che ha sido el padre de muchas generaciones, que saben que cada año él como tararean los jóvenes junto a Frank Delgado, «regresa a su camino con la adarga al brazo, pintado en los pulóveres de los muchachos o vigilante desde la pared ».
Y mientras transcurrió la historia que lo hizo Comandante, la niña comenzó a construir en su recuerdo un Che más heroico aún, que un día le dijo adiós a su familia para pelear por un mundo mejor, mientras ella advertía, en una carta, que «ya nunca más iba a tener papá ».