Me estoy poniendo vieja. Es inminente e inevitable. La primera pista la tuve con el dolor en la rodilla al subir un escalón. «Una lesión de cuando me creía deportista », me mentía una y otra vez, «Condromalacia », repetía mientras me crecía sutilmente la nariz.
El segundo síntoma me llegó con las fiestas. Cada vez me gustaban menos. Cada vez el tumulto enardecido moviendo el cuerpo rítmica, o arrítmicamente, me molestaba un poco más. « ¡Con lo cómoda que estaría en la casa con la ropa de dormir y una maratón de Friends! ». Cada vez menos gente, menos ruido y más bata de casa. ( ¡Menos mal que el pelo no me da para unos rolos!)
Pero el último indicio, el definitivo, apareció este sábado en forma de profecía. Ese día (mi propio Día D), mientras las labores domésticas causaban estragos en mi libertad, la radio (sí, señores, la radio, ¡LA RADIO!) me acompañaba y sepultaba para siempre mi juventud.
«Comenzaron mis días de radio », me sentencié entre tanda y tanda de lavado. Porque para mi generación una radio encendida y una lavadora llena son sinónimos de vejez.
Primero escuché las noticias (los benditos precios topados topan la paciencia de algunos transportistas). Luego, la música (no sabía que un tal NickyJam tenía una nosécuál canción en el Top Ten). Entonces, una novela ( ¡pobrecita esa muchacha, cómo sufre!). Más música (ese NickyJam está escapa ´o). Y ahora, ¡qué casualidad!, más música pero con noticias y el público que llama y la gran locura universal de las ondas y el sonido.
Dice un viejo amigo que en toda cocina cubana tiene que haber una radio. Yo opino igual. Creo que la comida sale mejor así, más rica, más nutritiva y hasta cura el mal de amores, pues está bendecida por una presencia lejana y familiar.
Mi mamá fue quien plantó en mí la semilla del amor por la radio. Se ríe, se vanagloria, cada vez que me ve moviendo el dial mientras pido silencio para concentrarme y encontrar la señal. «No, madre mía, eso es pa ´ ustedes, los que crecieron con Nocturno o los que se creyeron el cuentecito de que nos invadían los extraterrestres allá por los años 20. No, madre mía, a mí déjame con el dejavú televisivo, y con las series, y con Instagram y Facebook, y quizás, en el mejor de los casos, con algún libro ».
Pero nadie escapa. Cronos hace acto de presencia y nos estrellamos sin remedio, sin frenos y en desbandada contra FM o AM. Entonces, prefieres el oído sobre tus otros sentidos. Entonces, te aprendes el nombre de los locutores y hablas de ellos como si fueran viejos amigos. Entonces, coges el teléfono y llamas para pedir una canción (no necesariamente de Nicky Jam) y saludar a «arientes » y parientes.
¡Yo escuchando la radio! ¡Yo, que cuando estudiante hacía reportajes y crónicas radiales y me negaba a oírlas cuando salían al aire! ¡Yo, que me reí de mi mamá y su lista de emisoras preferidas catalogada por horarios y programas!
Por eso culpo a mi vejez prematura por estos nuevos gozos. Es el almanaque, que me cobra en la misma factura una rodilla enferma, una agorafobia autoprovocada y, ¡qué no se me olvide!, una pérdida de memoria progresiva y preocupante.
Me niego a ser una mujer de radio. Quiero ser nativa digital, adicta a las redes sociales y una durakita to’ tiza to’ Gucci. Pero es tan difícil mirar el celular cundo se exprime una toalla o se pasa el trapeador. Pero es tan sencillo tan solo escuchar (y quizás mover las caderas con la nosécuál canción del tal NickyJam).
Me niego a oír una radionovela porque me aterroriza que me entre por los oídos lo que nunca lo hizo por los ojos. ¿Y si me envicio? ¿Y si necesito saber que le pasó a la pobre muchacha que sufre tanto? ¿Cómo se lo explico a mis compañeros de trabajo cuando noten mis desapariciones de 10 a 11 de la mañana?
¡Qué va! El próximo sábado pongo la música bien alto (quién sabe si de NickyJam) y la radio que se quede en su rincón. Total, ella no me necesita, yo cada vez estoy más vieja, más sorda y más incongruente y ella, mucho más joven.