Mira, mi amor, yo me pongo la saya del largo que me da la gana. Lo digo así, sin edulcorarlo, porque la frase de por sí es un vulgar eufemismo de todo lo que revolotea en mi cerebro.

Que si es muy larga parezco monja. Que si es muy corta parezco ... Como si la longitud de un trozo de tela constituyera una declaración de principios. Como si realmente me importara tu opinión.
Cansa. Cansa mucho sentirse desprotegida. Detenerse frente al clóset sin saber cómo vestirse. Buscar con desesperación tu peor conjunto porque ese día no te sientes de humor para piropos y silbidos.
También, asume, mi amor, que tus palabras no son música para mis oídos. Que no da gracia un grupo de muchachones canibalizando con “halagos†mi paso. Entiende, ya que estamos en eso, que no es respetar a «la mujer de otro ». Es respetar a la mujer. Así, sin más coletilla.
Y ahora que hablo de respeto. No es que nos respeten porque somos la madre, esposa, hermana o hija de alguien. Es, sencillamente, que nos respeten porque somos alguien. Porque tenemos derecho de caminar libres con la saya del largo que uno elija. O en pantalón. O en short. O en vestido. Con o sin maquillaje.
Tampoco me vengas con el cuento de que a algunas les gusta. Vivimos en una sociedad que nos impone y nos somete a la virtud del macho todopoderoso. Que justifica las agresiones con excusas recalcitrantes de tradiciones y cubanía.
Nos criaron en un mundo donde el mayor logro de una mujer es ser la bonita de la fiesta. Donde tener una familia deviene meta y no parte del proceso de crecimiento personal. Donde encontrar un hombre con la billetera obesa constituye motivo de celebración, lágrimas y felicitaciones.
Y no, mi amor, la mentalidad construida socialmente no se cambia de un día para otro. Nada resulta tan sencillo cuando se trata de la psiquis humana. Hablamos de siglos repitiendo la misma historia.

Duele. Duele saber que mis hermanas porque creo firmemente en la sororidad no pueden escapar del ciclo de la violencia. Que se consuelan con el rezo nocturno de «él es el padre de mi hija ». Que se engañan con la vieja excusa de «él solo es así cuando bebe ». Que hayan sido tan minimizadas como para dormir sumisamente con los cerdos. Que reciban palizas por la falta aparente de alternativas.
Y no es culpa de ellas, mi amor. Si buscamos culpables grito que soy yo, que finjo no ver. Que me vendo los ojos con mis miedos, aunque hablo y hablo de solidaridad femenina. Y también tú, que secretamente las sentencias como culpables.
¿Cuánto puede quebrarse un alma para recibir tantos palos y mantenerse quieta? Cuando una está así de rota, que te silben por la calle es el menor de sus problemas. Cuando una trata de romper el ciclo, todo acto o gesto que te convierta en una criatura desamparada te obliga a tomar las armas.
Por eso me pongo la saya del largo que me da la gana. Porque me gusta. Y, te repito, no es una declaración de principios. Tampoco me parece cuestión de feminismos. Lo considero, más bien, un asunto de libertad individual. De quiénes somos y hacia dónde vamos. De amor propio. De romper estereotipos. De ser, con toda la dignidad del universo, una mujer.