Diamantes, rosas y milagros: historias cubanas de amor

De extremos y anhelos; de dichas sublimes y tragedias; de decisiones que cambiaron vidas e, incluso, paí­ses.

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La Milagrosa de Cuba
Panteón de La Milagrosa, símbolo de la maternidad y el amor conyugal. (Foto tomada de Internet)
Liena María Nieves
Liena Marí­a Nieves
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25 Septiembre 2017

José Ramón Simoni vio venir lo inevitable y, no sin cierto disgusto, accedió a las demandas de la hija. Su Amalia hermosa y fragante se le habí­a enamorado de un joven recién licenciado en Derecho Civil y Canónigo; o sea, que la negativa no se fundamentaba en la poca valí­a del muchacho, sino en su condición «ordinaria », en comparación con las posibles alianzas que podrí­a obtener una de las herederas más ricas, bellas y distinguidas de la Villa de Santa Marí­a del Puerto del Prí­ncipe.

«No te daré el disgusto, papá, de casarme en contra de tu voluntad; pero, si no con Ignacio, con nadie lo haré ». El patriarca de los Simoni Argilagos dio su bendición entonces a la petición de matrimonio que, meses antes, habí­a extendido Ignacio Agramonte y Loynaz. Además, se le veí­a bueno, noble, sincero…el hombre que cualquier padre desearí­a para una hija.

Amalia Simoni e Ignacio Agramonte
Amalia mandó hacer esta composición fotográfica en 1873. Tras la muerte de Ignacio, nunca más aceptó a otro hombre en su vida. (Foto tomada de Internet)

Cartas y promesas alimentaron el noviazgo distante. Él estaba en La Habana, concluyendo su formación doctoral, mientras ella lo aguardaba en Camagí¼ey, aupada por su familia y protegida por la calidez de la suntuosa quinta que el padre construyese, años antes, en las cercaní­as del rí­o Tí­nima. Ignacio regresarí­a a principios de julio de 1868. Llevaba para su Amalia el traje de novia que lucirí­a el dí­a de la boda, celebrada el primero de agosto en la iglesia principeña de Nuestra Señora de la Soledad. La elección del templo, quizás, fue el primer presagio.

Sin lujos ni aspavientos de gente de alcurnia, la pareja vivió en su pequeña residencia dí­as de perfecta felicidad. Sin embargo, la conspiración que se vení­a cociendo a fuego lento, rebullí­a como nunca y anunciaba que las horas de calma estaban contadas.

El 11 de noviembre, Amalia abrazaba a su esposo. Seguramente hubo besos, ruegos, llantos, temor…Ignacio llevaba una camisa roja con finas franjas negras, y ella debió mirarlo con los ojos de quien implora y comprende. Pero no se quedaba sola. Con un hijo en el vientre y convencida de que eran tiempos en los que la felicidad se arrincona para darle paso al compromiso, Amalia se sintió más vulnerable que nunca. « ¡Cuanto te ama tu Ignacio, Amalia mí­a! Sin embargo, sigamos el deber », le escribirí­a en su primera carta desde que se convirtiera en mambí­.

Y creyendo que la guerra serí­a intensa, pero breve, y seguros de que el mejor modo de resguardar a sus seres queridos serí­a teniéndolos cerca, fueron muchas las familias de insurrectos que dejaron la ciudad para internarse en los montes donde se peleaba con tanta ferocidad como penurias. En Arroyo Hondo nació Ernesto Agramonte Simoni, el Mambisito, y, más tarde, huyéndole a la violencia de los españoles, se instalarí­an en la finca San José de los Gí¼iros, el oasis de intimidad que rebautizaran Amalia e Ignacio como El Idilio.

Donde estuviera ella, él acudí­a: era su oportunidad de ser esposo y padre. También hubo momentos de forzada ausencia, mitigados por cartas y notas de agoní­a: «(…) ni los deberes para con la patria, ni el entusiasmo que me inspira la esperanza de un triunfo definitivo sobre aquella, son bastantes á mitigar la sed ardiente de verte. No sé vivir, no puedo vivir, sino á tu lado, un desierto me parece un paraí­so; mejor dicho, el cielo, y tú mi única deidad ».

Para principios de 1870, la permanencia de las familias en la manigua semejaba un acto imprudente y temerario. El riesgo de que se les persiguiera y apresara pendí­a no solo sobre los ánimos de esposas e hijos, sino como un peligroso incentivo para descuidar las responsabilidades que los oficiales debí­an cumplir celosamente. Algunos de los colaboradores más cercanos del Mayor desertaron bajo la presión, mas los Simoni-Agramonte continuaron morando en El Idilio.

El 20 de mayo de ese año, mientras celebraban el primer cumpleaños de Ernesto, una tropa enemiga cercó la finca. Ignacio le pidió a Amalia que fuera valiente «como toda esposa de soldado », la besó por última vez y le aseguró que se verí­an pronto. Los españoles capturaron a las pocas mujeres y niños que quedaron en la casa. Con el bebé en brazos y fatigada y enferma por los primeros sí­ntomas de un nuevo embarazo, Amalia marcharí­a, cautiva, para partir en pocos dí­as al exilio.

Herminia nació lejos de su patria y nunca conocerí­a a su padre. El Mayor, «aquel diamante con alma de beso », se harí­a inmortal tres años después, en los campos de Jimaguayú.

Amalia recibió la noticia en Mérida, México, y desde ese dí­a enlutó su corazón. Jamás aceptó a otro hombre, «porque no se puede amar más ». Murió suavemente, el 22 de enero de 1918, mientras la hija cantaba al piano las mismas melodí­as que ella le interpretara, una vida atrás, a su amantí­simo Ignacio.    

Los milagros de Doña Amelia

José Vicente Adot Rabell tuvo que ganar los grados de Capitán del Ejército Libertador como salvoconducto para pedir en matrimonio a su prima, la bella Amelia Goiry de la Hoz. La muchacha lo habí­a esperado, temerosa e impaciente, durante la contienda de 1895, mientras el padre le poní­a toda clase de objeciones a su intención de unirse a un mambí­ pobre. Sin embargo, la nueva condición de oficial y la evidente resistencia de ambos jóvenes, terminaron por arrancarle al viejo Goiry el consentimiento necesario.

Amelia y José Vicente
Amelia y José Vicente. (Foto tomada de Internet)

Amelia, con sus perfectos 23 años, se convirtió en la esposa de José Vicente el 25 de junio de 1900. La boda resultó tan sencilla y feliz como el hogar que comenzaron a crearse, y la noticia de que serí­an padres fue la guinda en el pastel. Su historia parecí­a tejida por los dedos de un ángel, hasta que, en el octavo mes del embarazo, un ataque de eclampsia enfermedad que afecta a la mujer en la gestación o el puerperio, que se caracteriza por convulsiones seguidas de un estado de comaobligó a los doctores a extraerle a la niña con tal de salvar la vida de la muchacha. Ninguna sobrevivió. Era 3 de mayo de 1901.

Cuentan que, antes de sepultarlas, el destrozado esposo pidió que colocaran a la bebé en las piernas de su madre, para que ambas descansaran juntas. José Vicente las visitarí­a, dí­a tras dí­a, durante 40 años.  

Los trabajadores del cementerio de Colón comenzaron entonces a notar que el hombre seguí­a siempre el mismo ritual: tocaba una de las cuatro argollas de la tapa de la bóveda la del lado del corazón para «despertar » a Amelia, y luego permanecí­a de pie, durante horas, hablándole en voz baja. José Vilalta Saavedra, uno de los grandes escultores cubanos de la época e í­ntimo amigo del viudo, decidió traer un poco de consuelo al pobre hombre y le obsequió una bellí­sima escultura, hecha con mármol de Carrara, que simboliza la trágica maternidad de Amelia.

Desde ese dí­a, José Vicente añadirí­a un nuevo momento a su liturgia: tras llamar a su esposa y conversar con ella, se retiraba, con el sombrero contra el pecho, dando la vuelta por detrás de la escultura mientras se alejaba en silencio, siempre de frente a la tumba, porque «a una dama no se le daba la espalda y menos a mi amada Amelia ».

Así­ envejeció José Vicente, que habí­a renunciado a tener otra familia, hasta que le llegó la muerte el 24 de enero de 1941. Sin embargo, la leyenda en derredor de Doña Amelia ya trascendí­a a los votos de fidelidad del esposo. Cuentan que a mediados de la primera década del siglo XX, en un arranque de dolor, José Vicente exigió que destaparan el féretro para ver, por última vez, el rostro de su bella mujer. Ante la fascinación de los asistentes, el cadáver permanecí­a intacto y la niña ya no descansaba sobre las piernas de la madre, sino entre sus brazos.

Creyentes de todo el paí­s, desesperados, mujeres con problemas para embarazarse o con niños enfermos, comenzaron a llevar sus rogativas y tristezas ante la tumba de Doña Amelia. La fe y la leyenda cumplieron su parte e hicieron de la joven dama a la que le faltó tiempo para ser feliz,   la deidad protectora y clemente de los más vulnerables.

En la bóveda de La Milagrosa nunca faltan flores, ningún dí­a del año. Tuvo, tanto en vida como después de muerta, el amor de su José Vicente y el de miles de devotos que, hasta hoy, le confí­an sus más hondos anhelos.

La rosa del pecado

A Doña Marta Abreu de Estévezefectivamente, la gran patriota y espléndida benefactora de la ciudad de Santa Clara y su esposo, les afectó sobremanera la noticia de que Pedrito, su único hijo, se casarí­a con una bella cubanita cuya familia viví­a exiliada en Tampa, Cayo Hueso. Catalina Lasa del Rí­o, sin «pedigrí­ » ni fortuna que convenciera, solo tení­a a su favor el impacto de una belleza que le ganó el epí­teto de «La maga halagadora » en la prensa de la época.

Catalina Lasa
La rosa Catalina, uno de los regalos más exquisitos de Juan Pedro para su esposa. (Foto tomada de Internet)

La futura suegra echó a rodar sus influencia y muy pronto supo que la joven Cati era tan hedonista como obstinada, y la categórica negativa de Pedrito de posponer la boda todo indica que la novia ya estaba embarazada hasta que terminara la guerra del 95, confirmaron las peores suposiciones de Doña Marta. Desde Parí­s viajarí­an los padres del novio para asistir a la ceremonia, que se celebrarí­a el 15 de junio de 1898.

Pero Catalina, de 23 años, no sentí­a que fuese feliz. Se le miraba por encima del hombro mientras la sometí­an a toda clase de reproches y señalamientos. Amaba las fiestas de máscaras y la moda francesa, gastaba a manos llenas e hizo del coqueteo un arte. Era una mujer tan hermosa que, luego de tres partos, ganó dos concursos de belleza promovidos por la revista El Fí­garo. Pedrito, embelesado, se limitaba a idolatrarla.

Catalina y Juan Pedro en uno de sus viajes a Europa.
Catalina y Juan Pedro en uno de sus viajes a Europa. (Foto tomada de Internet)

Y sin que se sepa exactamente el lugar algunos historiadores sostienen que fue en La Habana, y otros que en Parí­s Catalina conoció a Juan Pedro Baró, casado, millonario, excéntrico, adúltero por deporte y deliciosamente seductor. No pudieron dejar de verse nunca más, y tras la confirmación de la infidelidad, Doña Marta le exigió al hijo que despachara a aquella mujer de su casa. El pobre Pedrito dudó, pero fue la propia Catalina la que puso tierra de por medio y decidió unirse, públicamente, a su nuevo amor. Transcurrí­a el año 1906.

Separada de sus niños, repudiada por su familia y rechazada por la alta sociedad habanera aunque enamorados como nunca Catalina y Juan Pedro debieron enfrentar una acusación formal de bigamia. Disfrazados, huyeron a la Ciudad Luz y de ahí­ hasta Roma. Solo el Papa Benedicto XV podí­a ayudarlos. Se cuenta que, conmovido por la historia de los amantes cubanos, concedió la anulación del matrimonio de Catalina y Pedrito. De esa manera, pudieron casarse legalmente y fijaron residencia en Parí­s.

En 1918, el presidente de turno, Mario Garcí­a Menocal, declara aprobada la Ley de Divorcio en Cuba. Algunos afirman que Juan Pedro Baró le ofreció un incentivo económico irrechazable al mandatario, pues su esposa deseaba regresar a la isla para estar cerca de sus tres hijos.

Para ella construyó el palacete más exquisito y lujoso del momento la actual Casa de la Amistad, sita en la calle Paseo, en el Vedado habanero y a la inauguración, en 1926, asistieron, resentidas, las mismas damas y los remilgados señores que los habí­an despreciado años atrás. Era el triunfo definitivo de su amor sobre los prejuicios de una sociedad sostenida por la hipocresí­a.

Pero la dicha pasarí­a veloz. En 1928, con 53 años, Catalina enfermó gravemente y su esposo la trasladó a la capital gala para que la atendieran los mejores especialistas. Hasta el dí­a de hoy se especula sobre la posible dolencia que la desgastó poco a poco. Se habla de setas envenenadas, intoxicación por mariscos, cáncer de estómago o una posible falla cardiaca provocada por las intensas terapias a las que se sometí­a para perder peso, aunque lo cierto es que el diagnóstico jamás se divulgó. Murió el 3 de noviembre de 1930.

De los sentimientos que unieron a Catalina y Juan Pedro pervive la leyenda, una de las capillas funerarias más hermosas de la isla y la magní­fica rosa amarilla de injerto, única en el mundo, que lleva el nombre de quien fuera, a la vez, una de las mujeres más sorprendentes y temerarias de la Cuba Republicana.

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