Laura Rodrí­guez Fuentes
Laura Rodrí­guez Fuentes
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10 Octubre 2015

Corrí­a septiembre del año 2005 y traspasaba el portón del que se convertirí­a en mi centro de estudios durante tres largos años. Nos apasionaba el hecho de llevar adherido al hombro el sello naranja con la imagen del Guerrillero Heroico.

Cargados de maletines y galones de agua, apareció ante nuestros ojos aquel inmenso mural como premio a los meses de desvelo para aprobar los exámenes de ingreso al Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas. Ya estábamos en el IPVCE, la escuela selectiva de los recios profesores.

IPVCE Ernesto Che Guevara de Santa Clara, Villa ClaraSin temor a equivocaciones, allí­ trascurrieron los mejores años de muchas generaciones. (Foto: Yariel Valdés González)

Ese primer dí­a, sin embargo, fue la prueba de fuego para los niños bitongos de casa: una fila interminable de cubos a la espera de un tenue chorro en la llave «Milagrosa », bautizada así­ por ser la única fuente de agua del internado.

Aprendimos, entonces, a cultivar la solidaridad humana, a tender las camas, a no dejar nada desperdigado en el suelo, a responsabilizarnos por nuestros actos y compartir hasta la última cucharada de refresco instantáneo. Sorteamos, también, las gotas que caí­an de las tuberí­as y manchaban el piso. Hicimos de Con la adarga al brazo, el tema de Frank Delgado, un himno que de vez en cuando nos hací­a llorar.

El 8 de octubre resplandeció un Che calado en el césped, y supimos que el lugar nos pertenecí­a, que la Vocacional, esa gigantesca ciudad, habí­a sido construida para nosotros.

Un 8 de octubre hace cuatro décadas

A ocho años del asesinato del Comandante Ernesto Guevara, en 1975, el complejo educacional que llevarí­a su nombre aún se encontraba en etapa constructiva. No obstante, la fecha fue escogida de antemano para cortar la cinta e iniciar la primera promoción de bachilleres y estudiantes de enseñanza secundaria.

El camino que hoy se encuentra a la derecha de la avenida central fue la primera entrada para acceder a la escuela. Carlos Ibáñez de la Torre, pedagogo fundador, guarda una serie de datos y documentos que le han valido el apelativo de historiador de la Ciudad Escolar.

Profesor Carlos Ibáñez, del IPVCE de Santa ClaraCarlos Ibáñez de la Torre, pedagogo fundador, conocido como el historiador de la Ciudad Escolar. (Foto: Yariel Valdés González)

«Al principio se le llamó Escuela Vocacional y comenzó con tres unidades de estudio », rememora Ibáñez. «Las construcciones no se habí­an culminado y trajeron alumnos de otros centros. La inauguración se realizó en la plaza que actualmente ocupa el IPVCE, la que se ubica cerca del llamado camino viejo, por el costado ».

Con más de cuatro mil estudiantes arrancó en 1975 el perí­odo lectivo, organizados posteriormente en seis unidades de estudio que recibieron el nombre de varios pasajes de la guerra revolucionaria en los que participara el Che. De esta manera, el séptimo grado se nombró Alegrí­a de Pí­o; el segundo año, Combate de la Plata, y el tercero, Batalla de Gí¼iní­a de Miranda. Mientras, las unidades del pre llevaron los tí­tulos de Quebrada del Yuro y Caballete de Casa, tradición que se ha retomado este año a propósito del cuarenta aniversario.

También un 8 de octubre, pero de 1980, el artista plástico Ramón Rodrí­guez Limonte finalizó la fabricación del emblemático mural que distingue a la escuela a partir de la foto de Korda. En él colaboraron también estudiantes en la colecta de pequeñas piedras de profirita y cuarzo triturado que fraguaron el mosaico.

A diez años de la inauguración, el instituto comienza una etapa de transformaciones para preparar a los educandos en la vocación por las carreras cientí­ficas y técnicas. Desde ese momento se incluyeron en el plan de estudio once turnos de clases diarios. Tras la división polí­tica administrativa, Cienfuegos y Sancti Spí­ritus crean sus propios preuniversitarios y la matrí­cula disminuye.

Para emplear las edificaciones que quedaron desocupadas se añaden un Instituto Politécnico Industrial, un Instituto de Agronomí­a, una ESBEC, una Secundaria Básica para atender al Consejo Popular y posteriormente dos pre-pedagógicos y dos IPUEC para los municipios de Encrucijada y Cifuentes. A partir de entonces, la institución cobra la categorí­a de Ciudad Escolar.

«En los primeros años, incluso los profesores hací­an un examen para el ingreso. Siempre nos caracterizó la participación de estudiantes en eventos internacionales y sociedades cientí­ficas », agrega Ibáñez. «Este año la caminata tradicional se hará por la senda original que recorrió el Che hasta el Escambray, a diferencia de otros cursos, por la carretera que va de Sancti Spí­ritus a Trinidad. Pasaremos por el primer campamento, atravesaremos la Loma de la Diana hasta llegar a Santa Rosa y, luego del ascenso, descansamos en el poblado de Gavilanes para terminar en El Pedrero ».

La obra Che, presentada también a propósito de la fecha inaugural y del aniversario de la caí­da en Bolivia del Guerrillero Heroico, surgió a partir de una iniciativa de los estudiantes de la Vocacional hace más de 30 años. De mano en mano ha pasado el guión que ha devenido, además, en sí­mbolo vivo de un sentimiento hacia la tradición, hacia la historia de un sitio que ha formado más de 28 000 bachilleres hasta la fecha.

El prestigio no se pierde nunca

Lucí­a Antón Yedra y Alejandro Araújo Rodrí­guez viví­an el romance de la adolescencia, un romance por más de 40 años que sobrevino en enlace conyugal. Ella, la profe de Español, él, de Fí­sica. Ambos han permanecido juntos impartiendo clases en la «Vocacional » desde su fundación.

«En mi caso, aunque fue un sacrificio para muchos decidirnos tan jóvenes por el magisterio, nunca fue motivo de arrepentimiento o frustración », cuenta Lucí­a.

«Me enamoré muy pronto de mi trabajo y nunca cambié de centro. Prácticamente terminé mis estudios aquí­ con un uniforme bastante parecido al de los muchachos. Tení­a alumnos a los que les llevaba solo dos años. Sin embargo, todos fuimos siempre muy respetados ».

Profesora Lucí­a Antón, del IPVCE de Villa ClaraLucí­a Antón Yedra, profesora de Español. (Foto: Yariel Valdés González)

¿Qué recuerda de esos primeros años?

La escuela era extremadamente grande. Tení­amos un asesor soviético que permaneció uno o dos años para ayudarnos con el proceso de aprendizaje de las diferentes asignaturas. Él estaba sorprendido con la magnitud del centro. Muchos de nosotros, incluso, estuvimos presentes en la construcción paralela de la textilera. Esta escuela fue una epopeya.

Y finalmente, ¿cómo lucí­a?

Tení­a un sistema de audio en todos los locales. Te llamaban por allí­ y anunciaban los cambios de turnos. Los jardines eran preciosos. Los escombros se sustituyeron por plazas y avenidas. Existí­a una dotación de laboratorios maravillosa. Los años ochenta fueron privilegiados. El gimnasio y las tres piscinas funcionaban sin dificultades.

«Ahora sí­, recuerdo las palabras de aquel asesor soviético cuando decí­a que estas mega escuelas iban a ser una ilusión muy costosa, que no habí­a en el mundo quien se permitiera tamaño coloso. Por eso no se le pudo dar mantenimiento. El tiempo es implacable. A pesar de la pérdida de instalaciones insignes, lo que no se perdió jamás fue el prestigio. La familia la sigue viendo como un centro de perspectivas mayores para la entrada a la universidad. Las cifras lo confirman ».

¿Eran diferentes los alumnos en ese entonces?

Empezamos con 4500 alumnos aproximadamente y era una estructura muy compleja por lo que se nos hací­a muy difí­cil controlar la disciplina con tantos adolescentes. Exigí­a de nosotros mucha consagración porque eran años de notada efervescencia revolucionaria. 

«Los estudiantes que entraron fueron muy bien seleccionados. No hací­an pruebas de ingreso, pero estaban muy preparados a pesar de haber sido años duros. Por ejemplo, habí­a un gusto ilimitado por la lectura. En cuanto a picardí­a y travesuras propias de esa edad, los tiempos no han cambiado. Cada época tiene sus propias caracterí­sticas. Incluso, puedo afirmar que veo a los estudiantes de hoy más disciplinados en muchos aspectos. Sin embargo, los que inauguraron la escuela estaban sentimentalmente muy apegados a ella, quizá porque estuvieron seis años aquí­ ».

A pesar de las filtraciones o la falta de agua, la Ciudad Escolar Ernesto Guevara lucha contra el tiempo. Los que estudiamos en ella la mantenemos viva porque, sin temor a equivocaciones, allí­ trascurrieron los mejores años de muchas generaciones.

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