
Cuando el 13 de agosto de 1926, su madre, Lina Ruz González, lo tuvo en sus brazos por primera vez, ni siquiera podía imaginar que sostenía al niño que se convertiría en el hombre que cambiaría, por siempre, los destinos de Cuba.
Fidel nació con una estrella, una especie de predestinación que lo dotó de una personalidad arrolladora, de la capacidad de hilvanar una palabra con otra, hasta bordar un discurso vibrante y desbordado de patriotismo.
Si algo nunca tuvo Fidel fue miedo. Sabía poner el pecho ante las balas, unas balas que se negaron a besarlo con el infortunio a pesar de los tantos planes para matarlo. Cuando partió a su viaje de regreso a la semilla, sus enemigos pensaron que ya había muerto, ¡ingenuos!, las ideas no pueden morir. Fidel cada día renace en la impronta de su legado.
Renace en la científica que, cuando apenas era una adolescente, recibió la visita del Comandante en Jefe en su escuela. El fornido barbudo llegó todo emocionado. Acababa de estar en el CIGB y les habló de las maravillas que se podían hacer en el lugar.
Esa niña que lo observaba, decidió que quería trabajar en el centro y ser científica. Muchos años después, cuando el mundo se puso de cabeza, cuando la supervivencia de la especie humana dependía de la capacidad de producir vacunas, ella estaba ahí, convertida en la doctora en Ciencias Miladys Limonta Fernández, poniendo sus manos en el bulbo salvador.
Cuando disfruté del documental Soberanía, de Alejandro Gil, sobre la labor de los científicos cubanos durante la pandemia, y conocí esa historia, pude constatar, una vez más, la grandeza de ese hombre llamado Fidel.
Si este año nos convertimos en el primer país latinoamericano en obtener vacunas propias contra la COVID-19 y el primero en iniciar una campaña de vacunación en niños contra ese virus, es porque, hace unos 30 años atrás, él tuvo la idea de hacer que un pequeño país, bloqueado y pobre, apostara por la Biotecnología.
Si hoy podemos salir a la calle, comenzar a levantar las restricciones del confinamiento es, en buena medida, gracias a él, gracias a sus científicos, esos a los que él impulsó y apoyó. Incluso, la visión del presidente Díaz-Canel que los convocó a crear candidatos vacunales propios, para lograr soberanía en un asunto de vida o muerte como un virus también es fruto de las enseñanzas que desde muy joven recibió del Comandante.

Y es que Fidel nos enseñó a soñar en grande. Nunca nos hemos sentido como un pequeño caimán que flota en el Caribe. Por eso gritamos de alegría cuando somos el número uno en un deporte o nos clasificamos entre los mejores del mundo.
También nos transmitió su espíritu de gallardía, su carácter inquebrantable, la dignidad de no bajar la cabeza ante las botas colonizadoras, la dicha de saber que cuanto hemos logrado se debe a nuestro propio empeño y sacrificio.
Hoy, como siempre, hay que volver al pensamiento del Comandante, retomar sus ideas sobre el trabajo social, sacar a los científicos de las universidades, estar con el pueblo y por el pueblo.
La inteligencia colectiva podrá hacernos crecer. Si logramos nuestras propias vacunas en tiempo récord, ¡de qué más no seremos capaces!
Nuestra Cuba, soberana y rebelde, ha sabido sobreponerse a tantos y tan difíciles obstáculos. Pero podemos caminar tranquilos si, hacia el futuro, partimos nutridos con la savia de Fidel.