
Para muchos, el mundo es la hilera de astros que se derrama por el universo; para otros, una esfera redonda, aplastada por los polos y abultada en el ecuador.
En materia de mundos, los hay quienes esconden el suyo en una cuenta bancaria, o lo exhiben en títulos, viajes y cenas con personajes importantes.
Cada cual tiene su propio mundo. Unos usan catalejos para verlo; otros, ni siquiera lo pueden mirar.
¿El mío?, apenas rebasa los 20 centímetros, y su velocidad de traslación se mide en patadas y contracciones. A cada rato lo siento, sobre todo, cuando descanso en la cama. Allí, en medio del silencio, se vuelve montaña en un costado del abdomen y lo puedo acariciar.
Es solo un bultico indefenso, tan pequeño, que su imagen ultrasónica, borrosa, llena de trazos ilegibles, la guardo pegada en una libreta…
Pero mi mundo creció, y ahora habitamos dimensiones paralelas. Somos un mundo dentro de otro, humano y sensible, huracanado y tenaz.
Mi mundo es como una luz que ilumina de adentro hacia afuera. Sabe a felicidad. Le pone color a la existencia con el prisma de sus ojos, y me trae la dicha tanto o más, que cuando junto con otras manos, manos de hombre, recorríamos la piel estirada del vientre que acunó la maravilla.
Mi mundo todavía es frágil: una estrella que se forma, una orquídea por florecer.
Mi mundo es preciado y nuestro.
Mi mundo no se parece a otros mundos, y es como la rosa del Principito. Tiene manitos pequeñas y la piel rosada.
Mi mundo, como en la canción de Pablo, es el que nació del amor que hicimos.