
Pensé que no resistiría.
Que no resistiría yo, ni los abuelos ni los tíos.
Que no resistiría los pelotazos en las paredes, ni la dispersión de juguetes, crayolas, libros y libretas por cuanta mesa, cama y rincón tiene la casa.
Que no resistiría el «mamá, tengo hambre », a toda hora; el tozudo «déjame salir un ratico a la calle que me aburro »; ni el ¡zas!, ¡crack!, ¡puf! ¡toc! de Minecraft, de madrugada y ¡sin audífonos!
Que no resistiría se acostaran tarde, vieran las secuelas de Disney Pixar, los «muñe », la telenovela, las películas del sábado, y hasta el NTV y la conferencia diaria del Dr. Durán García, sin respeto al reloj ni a las costumbres. De modo tan displicente y permisivo de mi parte. Sin la conflagración familiar acostumbrada contra el abuso de televisores, ordenadores, celulares y tabletas.
Pero ha tenido que ser por estos días en que cesó la escuela y las maestras son las de las teleclases; y el parque más cercano queda virtual, o muy distante. Y no hay cines abiertos, ni teatro, ni guiñol, ni biblioteca, ni estadio, ni paladares, ni helados, ni fiestas, ni visitas, ni juegos en casa de amiguitos. Y se agotan los cuentos escritos y los inventados. Y no funciona el transporte público para ir a los ríos, playas y piscinas, y el calor y la lluvia indisponen el cuerpo. Y todo como que sobra, y todo como que falta a los adultos, que no es otra cosa que ser adulterados.
Ellos, esos «locos bajitos » de Serrat, el cantante. Ellos, tan exquisitos, hondos, sutiles, perspicaces, creativos. Ellos, los niños de mi casa, de mi barrio, de mi país; los que en medio de este mundo desigual y despintado no han dejado de soñar, de imaginar, de preguntar, de inventar, de reír.
Edad de encanto, de magia, de ilusión, con alas que soportan prodigiosas travesías a horizontes lejanos, más punto de arribo que de despegue, al que también pueden llegar trepando, cabalgando, corriendo, saltando.
Ellos nos lo han enseñado.
Por estos días lo hemos aprendido:
¡No hay infancia encerrada!