
Nacieron en los albores de una conquista. Surgieron ante el llamado a la unidad y bajo constantes amenazas de agresión. Llegaron para quedarse, para convertirse en motor, para lograr la estabilidad desde la raíz del barrio hasta el último fruto del entramado social. Sabían, aun al inicio, que los moverían el poder de la convocatoria y la piel del desafío. Cero temores y una misión: la vigilancia.
Cuentan que la noche del 28 de septiembre de 1960, una concentración multitudinaria les dio la bienvenida. Desde un balcón del antiguo Palacio Presidencial hablaba el padre y fundador. Así fue el bautizo de la mayor organización de masas del país, con un pueblo entero a sus pies, con la defensa de Cuba como principal bandera. Se dice fácil, pero 65 años han forjado la armadura popular de la patria.
A poco más de seis décadas, los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) aún empuñan espadas, cara a cara con el porvenir. Su trascendencia va más allá de las siglas, de las constantes alusiones en clases de Historia o Educación Cívica. La magnitud de sus hazañas del ayer se traduce en su disposición ante los retos de hoy. Es, sin dudas, un buen momento para pensar en su funcionamiento y objetivos. Nuevos tiempos corren, pero las esencias permanecen ahí, en la colectividad inherente y el esfuerzo diario.
Las primeras líneas del libro de 65 páginas llevan consigo la marca de la heroicidad. El apoyo a una campaña para erradicar el analfabetismo, el respaldo frente a una invasión mercenaria, la lucha por los regresos de un niño y cinco héroes cubanos... Detrás de cada hecho, los CDR tuvieron notable presencia. Sobre ellos, Fidel expuso ideas en innumerables ocasiones y eventos. Los calificó como organización retaguardia, amiga, fuerza importante de la Revolución. En medio de amenazas, tanto del imperio como de grupos internos, el pueblo respaldó cada proceso y veló por la tranquilidad ciudadana.
En zonas rurales y urbanas de la isla, se articulan los CDR, una célula vital que se expande desde la cuadra a la nación. A lo largo de los años, asumieron responsabilidades más allá de la vigilancia revolucionaria. Fungieron como protagonistas de trabajos voluntarios, donaciones de sangre y recogida de materias primas. Apoyaron tareas agrícolas, vacunaciones, llamados de la Defensa Civil. Apostaron por el deporte y la recreación comunitaria. Contribuyeron, además, a la formación ideológica de la población, y al conocimiento y debate de sus leyes, como la Constitución de la República o el Código de las Familias.
Resulta imposible pensar en los CDR sin que nos asalte el recuerdo de las aceras pintadas de blanco, el olor a cal fresca, las cadenetas confeccionadas con papel de periódico, el humo de la tradicional caldosa, el bullicio de los vecinos al caer la noche, la pequeña mesita con cake y otras confituras o la música pegadiza que bailaban hasta los más serios de la cuadra.
¿Cuántos recorrimos cada vivienda en busca de un aporte monetario, de un ingrediente, de un frasco de pegamento? ¿Cuántas veces no intentamos construir un mundo entero en esos pocos metros cuadrados que acogían nuestras residencias? No se trata de desbloquear gratuitamente un recuerdo de la infancia, sino de evocar y rescatar la unificación del barrio, de apelar a la conciencia de que esas cuatro esquinas constituyen una responsabilidad de todos.
Sobran los motivos y razones para que hoy, más que nunca, funcionen adecuadamente los Comités de Defensa de la Revolución. A pesar de la evidente evolución en todos los órdenes de la sociedad, urge avanzar en el combate de delitos, ilegalidades e indisciplinas. Es preciso que los núcleos y estructuras cederistas actúen de manera objetiva, que el espíritu creativo y la solidaridad vayan delante.
Atender al vulnerable, distribuir responsabilidades en la limpieza e higienización de los entornos, movilizarse en función de cualquier familia e institución que lo necesite y obrar desde la honestidad suponen proyecciones imprescindibles en escenarios donde la guerra no siempre se viste de misiles y escombros.
La clave radica en promover la participación y trazar esquemas con el fin de mejorar el pedacito de tierra que nadie puede quitarnos. Lejos de generalizar deficiencias, pensemos en esos barrios que mantienen viva la llama de la emulación, la colaboración y el cambio. Intentemos reencontrarnos en aquellas vueltas nocturnas en la víspera de la conmemoración, donde había más fogatas que personas y todos escuchaban con atención al presidente del CDR.
Que no se imponga la supervivencia sobre el bienestar cotidiano. El curso de las décadas ha demostrado que se requiere el mismo empuje que en 1960 consolidó el poder de las masas. Existe en los CDR la peculiaridad de aglutinar sin distinción de géneros, edades o gremios laborales. Si hay empeño y voluntad, la transformación dejará de parecer utopía.