Cada año, por los días finales de diciembre, los cubanos rememoran la gran batalla que en las calles de Santa Clara libraron los combatientes del Ejército Rebelde, bajo la acertada dirección del Comandante Ernesto Che Guevara.
Así, entre recuerdos y evocaciones, se rinde homenaje una vez más a la singular hazaña insurgente, expresada en la conquista de la estratégica plaza, defendida por más de 3000 efectivos, con apoyo de la aviación, la artillería y los blindados, en contraste con la inferioridad numérica y técnica de los atacantes.
Las acciones en la capital de Las Villas se desencadenaron desde el día 28 de diciembre de 1958, cuando casi la totalidad de las poblaciones habían sido liberadas. Gí¼inía de Miranda, en el lomerío escambradeño, fue la primera en sucumbir el 27 de octubre. Placetas y Manicaragua cayeron dos meses más tarde, el 23 de diciembre, y tras tenaz resistencia, Remedios y Caibarién inclinaron sus armas los días 25 y 26, respectivamente.
El Che escribió poco después: «Al retirarse el enemigo de Camajuaní sin ofrecer resistencia, quedamos listos para el asalto definitivo a la capital de la provincia de Las Villas ».
A lo largo de 82 años fue la tercera embestida revolucionaria contra la localidad, atacada en 1876 por las huestes mambisas del general Manuel Calvar y en 1896 por el coronel Leoncio Vidal.
El respaldo popular a las acciones de los rebeldes en 1958 devino factor de notable incidencia, toda vez que los pobladores ofrecieron con espontaneidad sus casas, levantaron barricadas y prepararon cocteles molotov, a fin de apresurar la caída de las posiciones enemigas.
Infinidad de anécdotas conservan los santaclareños de esa bélica jornada, y muchos de los que tuvieron ocasión de participar en los acontecimientos o de presenciarlos, simplemente tienen algo que contar. De manera particular guardan vivencias las personas que en el momento de la confrontación armada residían en las inmediaciones de los objetivos militares sitiados y que, por razones de diversa índole, decidieron permanecer en sus hogares, o en la del vecino, siempre expuestas a las incidencias del conflicto.
Cuando habían transcurrido 48 años desde que las llamas de la guerra se esparcieron con inusitada violencia por las arterias citadinas, Dulce Manzano Tápanes contó con suficiente precisión detalles de los terribles instantes que vivió en la barriada de El Carmen, sumida en el vórtice de la contienda, que en ese sector dirimieron los hombres del Pelotón Suicida, al mando del capitán Roberto Rodríguez, el Vaquerito, y los defensores de la Jefatura de Policía.
En esa época trabajaba ella como maestra en Yaguajay, adonde viajaba diariamente para la impartición de las clases, pero a causa de la situación insurreccional prevaleciente en el territorio, debió permanecer en Santa Clara, junto a su hermana Sara, en la casa de la familia Vilaseca, en la cual se criaron desde pequeñas, situada frente al parque, en la esquina de San Pablo y Carolina Rodríguez (Callejón de El Carmen).
Recordaba que en la tarde del 28 de diciembre ya se veían algunos rebeldes en las cercanías, por la calle Luis Estévez, ocupando posiciones para el inminente ataque al enclave policial, cuyos accesos fueron reforzados con la amenazante presencia de varios vehículos blindados.
«Reinaba la tensión en el vecindario, por lo que en breve sucedía. La zozobra, el temor, la incertidumbre invadían a todos. Algunas familias abandonaron sus predios, pero los Vilaseca se negaron. Pronto la aparente calma se convirtió en un huracán de fuego y metralla. Las balas desde la guarnición barrían el espacio a través del parque y rebotaban contra las paredes de la casa, ubicada a un centenar de metros, en línea recta respecto a la guarnición ».
Casi todo el tiempo contó ella las personas que estábamos en la vivienda nos manteníamos en el fondo, en un sótano que servía de protección cuando el tiroteo se tornaba más intenso.
En la tarde del 29, en medio del fragor de la fusilería y las ametralladoras, advirtieron que alguien, de manera desesperada, golpeaba la puerta. Se trataba del señor que cuidaba un establecimiento existente entonces frente a la morada. Como estaba solo en el local, se asustó por el cariz que tomaban los hechos y se arriesgó a buscar compañía en un refugio más seguro.
«José Vilaseca, que era mi padrino, acogió al hombre. Dijo que no permitiría que lo mataran en la calle. Con suma cautela nos desplazamos los dos hasta la entrada. Rápidamente abrimos la puerta, y tan pronto entró él, la cerramos. De inmediato un diluvio de balas provenientes de la Estación impactó en la casa y el disparo de un tanque apostado en la esquina dañó seriamente una pared interior.
«Solo atinamos a escondemos detrás de la gruesa columna de la sala. ¡Aquello fue espantoso! Allí estuvimos acurrucados los tres hasta que aflojó la balacera. Todavía no me explico cómo pudimos salir ilesos », comentó Dulce, quien a seguidas refirió el triste suceso que aconteció más tarde en el hogar:
«AI anochecer del día 30, en medio de la penumbra reinante por la falta de fluido eléctrico, mi padrino se aproximó para decirme que tenía un dolor fuerte en el pecho. Procuré tranquilizarlo mientras le preparaba un cocimiento, pero siguió quejándose, En tales condiciones yo no sabía qué hacer: Sus hermanas, personas de edad, estaban muy nerviosas. No podíamos salir a pedir auxilio. Entonces a través de una ventanita nos comunicamos con los vecinos de la casa de atrás, a quienes explicamos lo que pasaba.
«Ellos, señaló, contactaron con los rebeldes, quienes desde la vivienda contigua, al fondo de la nuestra, abrieron un boquete y penetraron. Pero nada se pudo hacer. Ya José estaba muerto ». Su cadáver permaneció tendido en el recinto hasta el día primero, en que el sacerdote José Bando, párroco de la iglesia cercana, realizó los trámites pertinentes para dar sepultura al desdichado hombre.
De repente un «casquito »
Otra familia que permaneció en el entorno de la Estación de Policía durante la arremetida de los combatientes rebeldes fue la de Francisco Castillo Pérez, residente en San Pablo, entre Juan Bruno Zayas y Río.
Panchito era en esa época conductor de ferrocarriles. Al regreso de sus viajes, para dirigirse al hogar necesariamente debía tomar la calle lateral de la sede policial, donde había dos postas. Una madrugada, días antes de la refriega, regresaba del trabajo con su maletín en la mano cuando uno de los guardias le dio el alto. Se detuvo en seco, y escuchó que otro guardia le gritaba al compañero: «Tírale, para que se quede del lado de allá ».
Al recordar el incidente, aún se preguntaba qué quiso decir el esbirro. Poco después, mientras se alistaba para conducir a Cienfuegos un tren que debía salir a las 8:00 de la mañana, recibió la orden de que no partiera hasta tanto llegara de La Habana un convoy especial que ya estaba en camino. Su arribo se produjo a las 4:00 de la tarde. Se trataba del célebre tren blindado, enviado por el Gobierno para tratar de frenar el impetuoso avance de las fuerzas revolucionarias.

Refirió Panchito que al iniciarse el combate contra la instalación policial, se trasladó con la familia para la casa de enfrente, mejor resguardada que la suya. De hecho, resultaba un sótano.
«Éramos unas 18 personas refugiadas allí, y de noche nos alumbrábamos con un farol », observó el viejo ferroviario, quien en los instantes de mayor tensión comenzaba a rezar el rosario para tranquilizar a los demás.
Entre sus vivencias, señaló la ocasión en que, repentinamente, se presentó ante el refugio un guardia muy joven, de los llamados «casquitos »:
«Temblaba como una hoja. Se veía desmoralizado, y manifestaba que no quería seguir combatiendo. Pidió una muda de ropa de civil, y a cambio nos dejó su fusil, que luego entregamos a los rebeldes. Nunca más supe de ese muchacho », comentó.
Lupe Castillo, una de las hijas de Panchito, tenía entonces 11 años, pero conserva frescos los recuerdos de la contienda: «Los niños permanecimos todo el tiempo debajo de las mesas, mientras afuera resultaba ensordecedor el estruendo de las ráfagas y las explosiones, porque desde el Regimiento también disparaban sobre esta zona ».
Tampoco escapa a su memoria la vez que el padre, aprovechando una calma, se aventuró a cruzar la calle para afeitarse en su casa. En eso estaba, cuando apareció un policía que le increpaba, porque decía que en la vivienda se escondía un francotirador. «Mi hermana asomó la cabeza por una ventana del sótano y aclaró el equívoco », precisó.
Tras el triunfo rememoró Lupe se corrió el rumor de que la aviación bombardearía la barriada: muchos vecinos se fueron a otros lugares. Nosotros también nos trasladamos para el Callejón de la Palma. Comprobada la falsedad del infundio, regresamos, y por el camino admirábamos la presencia en las calles de los barbudos, muchos con sus collares de semillas al cuello. A uno de ellos le pedí que me firmara un papel a modo de souvenir, y cuál no fue mi sorpresa al escucharle decir que no sabía escribir.
« ¡Cómo era posible! Desde mi lógica infantil, no concebía algo así Quizá por esa razón, dos años más tarde experimenté una gran satisfacción al incorporarme a la Campaña de Alfabetización », aseveró finalmente Lupe.
Contra el adversario en dos frentes
El 28 de diciembre de 1958 se iniciaba en Santa Clara la batalla decisiva. Mientras las tropas del Comandante Ernesto Che Guevara se aproximaban a la ciudad por la Carretera a Camajuaní, otras formaciones rebeldes lo hacían por el sector sur, desde el poblado de Mataguá.
Una parte del Ejército fechado ese día consignaba: «Una avanzada nuestra en la Carretera a Manicaragua comunica que avanzan numerosos vehículos llenos de forajidos.
En realidad, lo de forajidos aludía a las fuerzas del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, que, una vez llegadas a los suburbios de la capital provincial, se dividieron en dos grupos: uno con la misión de sitiar y rendir al Escuadrón 31 de la Guardia Rural, y el otro, encargado de tomar el Cuartel de Vigilancia de Carreteras, también llamado de los Caballitos, en la actualidad, escuela secundaria básica Fe del Valle.
Con estas últimas huestes marchó a las acciones el primer teniente Iván Bravo Jiménez. Una mala pasada le jugarían las incidencias de esa mañana, pues mientras que el pelotón que comandaba prosiguió el avance con el grueso de la columna hacia las inmediaciones del Escuadrón 31, él, a causa de una inexplicable confusión, torció el rumbo y se fue con los hombres designados para someter a los guardias acantonados en los Caballitos. De ese modo, quedó desvinculado de sus subordinados.
Cuando se percató del error, ya era tarde para rectificar. No se contrarió por ello, sino que resueltamente decidió tomar posición de combate frente al enclave enemigo y batirse con hidalguía, pensando a lo mejor que cualquier sitio resultaba apropiado para luchar por la victoria.
AI cabo de 50 años, aquel joven oficial de 18 años ya peina canas, pero recordaba que las características del terreno diferían ostensiblemente de las de hoy. Era un sitio despoblado, con mucha maleza en derredor.
«EI cuartel tenía enfrente apuntó trincheras protegidas con grandes sacos de arena y una ametralladora de grueso calibre que barría el entorno con su mortífera carga. Había también sólidas aspilleras en la edificación. Para el ataque dispusimos un cerco en forma de herradura, pero los que estábamos en el flanco derecho tuvimos que cambiar de posición, por el fuego que nos hacían los guardias emplazados en la loma del Capiro. Era tan intenso, que debíamos arrastrarnos como reptiles en busca de parapetos más seguros ».
La refriega se mantuvo durante todo el día.
«Por la noche continuó relatando algunos soldados escaparon por el fondo del cuartel, en dirección al 31. Un grupo de nosotros partió tras ellos a través de patios, cañadas, maniguas. Apresamos a dos, pero el resto logró penetrar en el reducto con la ayuda de sus compañeros.
«No regresé más a los Caballitos. Me quedé peleando en el 31, y eso me costó un tremendo regaño de mis jefes por haberme separado en la mañana de mi pelotón. De inmediato retomé el mando y me incorporé al asedio de la plaza ».
Iván Bravo era en esa época dirigente estudiantil en el Instituto de Segunda Enseñanza de Santa Clara, y lideró en la clandestinidad un comando de acción y sabotaje. Un día, a través de la vecina supo que la policía había registrado la casa y lo buscaba. En ese instante decidió alzarse en el Escambray. Transcurría abril de 1958.
Con desenfadado y osadía asumía la guerra, y según confiesa, nunca se le ocurría pensar en la muerte durante las acciones, aun cuando, a veces, se exponía más de lo aconsejable.
«Hacíamos locuras. De noche nos desplegábamos en el solar de Cardoso, frente a la guarnición, en tanto la aviación lanzaba unas bengalas que iluminaban todo aquello. A veces, entre varios compañeros, competíamos para ver quién se acercaba más al cuartel. ¡Cosas de muchachos inexpertos! En una ocasión nos metimos en una alcantarilla muy próxima al adversario, desde la cual disparábamos. Una tanqueta se acercaba. Mis compañeros pudieron escabullirse a tiempo, pero yo quedé atrapado en aquel hueco, observando cómo la mole de acero pasaba por encima. Solo pude salir después de que se alejó. ¡Ahí sí que se me aflojaron las piernas! ».
Así lo refirió Iván, quien sonreía al calificar esos comportamientos como un modo insensato de desconocer el peligro, propio de impulsos juveniles. En sus inquietas andanzas también se inscribe el atrevimiento de desplazarse en medio de la balacera hasta las cercanías de la Audiencia, solamente para curiosear cómo andaban las cosas por esos lares.
«Allí conversé con el capitán Rogelio Acevedo, que tenía su puesto de mando en el local del entonces Centro de Veteranos, en la calle Cuba. Después regresé a mi frente de combate, donde permanecí hasta que el enemigo izó bandera blanca en la mañana del primero de enero.
«De lo que puedes estar seguro, es de que siempre recordaré con orgullo aquellos tiempos en el Ejército Rebelde », enfatizó este hombre, diplomado en Contabilidad y Construcción Civil, miembro de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana.
Como una brisa de fuego
Con un tono de dramática apelación, el 28 de diciembre de 1958 comunicaba el tristemente célebre coronel Joaquín Casillas Lumpuy, jefe del Distrito Militar de Las Villas, el siguiente mensaje al Estado Mayor General: «Ruégole disponga que por aviones de la FAE se bombardeen concentraciones de forajidos en la mañana de hoy. Aviones de enlace de este Distrito Militar conocen objetivo y se encontrarán en el aire para guiarlos ».
Presentía el asesino de Jesús Menéndez que la justicia revolucionaria pronto lo alcanzaría en sus dominios cuartelarios. Aterrado, depositaba en la acción genocida de la fuerza aérea sus esperanzas de librarse del justo castigo en manos de los insurgentes.
En efecto, ya en los momentos en que el chacal clama por los aviones, las tropas rebeldes dirigidas por el Comandante Ernesto Che Guevara se aproximaban a la urbe villareña, desde direcciones opuestas, para encerrar en un anillo de fuego a las huestes del tirano.
Por la Carretera a Manicaragua marchaban las fuerzas del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, con la misión de poner sitio y rendir al Escuadrón 31 de la Guardia Rural y el Cuartel de los Caballitos.
Según el relato de Víctor Dreke uno de los jefes del destacamento revolucionario, cerca de un garaje a la entrada de la localidad, tuvieron un encuentro armado con varios guardias, y al poco rato apareció la aviación, que, junto con los defensores de la guardia, hostigó sin cesar a los guerrilleros, cuyo desplazamiento hacia las posiciones de combate transcurrió lenta y riesgosamente bajo la metralla.
Sobre este incidente, el Ejército emitió un parte: «Una avanzada nuestra en la Carretera a Manicaragua comunica que avanzan numerosos vehículos llenos de forajidos. Se ordena el repliegue de la Compañía 11 y de las nuestras avanzadas a una línea de resistencia principal, la que también ocupan la Compañía 38 que fue rearmada y fuerzas del Escuadrón 31, las que sostienen nutrido fuego con el enemigo, siendo apoyadas eficazmente por aviones B-26 ».
Casi a la misma hora, por la Carretera a Camajuaní arriban a la periferia las tropas de los capitanes Rogelio Acevedo, Roberto Rodríguez (el Vaquerito), Ramón Pardo y otros, quienes después de sufrir las primeras bajas durante el enfrentamiento con una tanqueta cerca del retransmisor de la CMQ, ingresan en el sector urbano para dirigirse hacia sus respectivos objetivos.
Ese día reportaba el enemigo: «Entre 08.35 y 10.05 aviones B-26 cuatro misiones tiro, rockets y fuego ametralladoras alrededores de Santa Clara y carretera Camajuaní-Manicaragua ».
No obstante, Pardo Guerra ocupa puntos en las inmediaciones del crucero del ferrocarril, con el fin de capturar el tren blindado apostado en las faldas de la Loma del Capiro si acaso la impresionante mole fortificada retrocediera en dirección al Regimiento Leoncio Vidal.
Mientras, los hombres de Acevedo se movían para la zona de la Audiencia y la cárcel; eI Vaquerito y su pelotón suicida se aprestaban a atacar la Estación de Policía, y el capitán Alberto Fernández Montes de Oca caído posteriormente junto al Che en Bolivia concentraría el fuego sobre los francotiradores ubicados en el Gran Hotel, hoy, Santa Clara Libre
Dispuestas así las unidades atacantes, el escenario bélico santaclareño quedaba preparado para el gran combate por la posesión de la capital provincial.
Intuía el Che que la contienda sería ardua, de tal modo que no descartaba la posibilidad de que se extendiera durante un tiempo, más o menos prolongado, si el adversario desplegaba una enconada resistencia.
No desconocía tampoco el jefe rebelde la sólida defensa organizada por los enemigos, quienes, en número superior a los 3000 efectivos, copaban las alturas dominantes de la ciudad y contaban con suficiente armamento, incluidos equipos blindados y el apoyo permanente de la aviación.
Entabladas las hostilidades, en otro de sus despachos informaban los uniformados: «Continúa el combate en todos los frentes, los B-26 actúan bombardeando, ametrallando y disparando en refuerzo del Escuadrón 31, para destruir edificios colindantes desde los cuales hacen fuego de armas automáticas ».
La táctica del Che ante la superioridad del contrincante es evidente: rendir los puntos más débiles e ir aislando a los más fuertes; para ello contaba con la colaboración de las milicias y la población, encargadas de confeccionar cocteles molotov, obstaculizar las calles para contener a los blindados, atender a los heridos y facilitar el avituallamiento a los combatientes.
A través de sus enlaces o directamente, el jefe insurgente se mantenía al tanto de los acontecimientos en los diversos frentes de lucha. «Su estatura de conductor militar revolucionario señalaba el comandante Oscar Fernández Mell, su recia personalidad de guerrillero con claras concepciones del combate, que le permitían combinar la práctica de la guerrilla con la de la guerra regular, y el estudio y conocimiento profundo del enemigo, hicieron posible que derrotara a fuerzas muy superiores y mucho mejor equipadas ».
EI 29 en la tarde se rendía el tren blindado. Una gran proeza, que implicaba para los guardias un fuerte impacto desmoralizador. Por las ondas de Radio Rebelde se enteraba el país: «Más de 300 soldados y oficiales pertenecientes al Cuerpo de Ingenieros del Ejército acaban de rendirse después de que sus jefes parlamentaron con el Comandante Che Guevara. Los militares que han preferido la Patria a Batista [...] han sido dejados en libertad por nuestro Ejército y acogidos fraternalmente [...] »
Uno tras otro fueron cayendo los demás enclaves, hasta completarse de manera definitiva la victoria. El Regimiento Leoncio Vidal y el Escuadrón 31, los últimos en capitular, deponían las armas en la mañana del primero de Enero.
EI desmoronamiento del poder batistiano era ya un hecho consumado, y, como una brisa de fuego, la Revolución invadió las calles de la ciudad, donde sus pobladores, liberados de miedos y opresiones, dieron rienda suelta a la descomunal alegría por el triunfo popular.