
El sol cae sobre el terreno de Juan Francisco y las siluetas de los niños se recortan contra el polvo dorado que se levanta con cada carrera. Hay risas, hay voces que se mezclan con el sonido seco de la pelota golpeando el guante. Aquí, en este rincón de Santa Clara, donde el béisbol es sueño y destino, los Escorpiones de Maleza han nacido no solo como un equipo, sino como una comunidad.
El proyecto comenzó hace poco más de un año. Omar Acosta Rodríguez recuerda los primeros días con claridad. «Al principio eran pocos, unos cuantos niños que, simplemente, querían jugar», dice, ajustando la gorra sobre su frente curtida por el sol. «Pero la pasión es contagiosa. En poco tiempo, llegaron más. Traían sus guantes gastados, sus deseos intactos. Y así empezó todo». Hoy, los niños ya son competitivos, juegan contra otros municipios, y han aprendido que ganar y perder son parte de la misma enseñanza.

Para muchos, el terreno de Juan Francisco es más que un campo de juego. «Cuando empezamos, esto era solo monte», recuerda George Aguilera. «Los niños jugaban en la calle, sin estructura. Poco a poco lo organizamos, limpiamos, trajimos pelotas, guantes, y de ahí surgió algo grande. Hoy, cada niño que pisa el campo sabe que está en un lugar donde el esfuerzo se celebra y los sueños se construyen con cada jugada».
Pero aquí no se trata solo de batear y correr. Se trata de crecer. Yunita Febles Carvajal, madre de uno de los jugadores, se ha convertido en más que una espectadora. «No era apasionada del béisbol, pero ahora no me imagino sin ellos», confiesa, observando a los niños con esa ternura de quien ya los siente suyos. «Han cambiado tanto. Los ves correr, los ves jugar y entiendes que esto es más que un juego. Es confianza, es pertenencia».

Cada tarde, el béisbol se convierte en una ceremonia. A partir de las cuatro, los niños llegan al campo, algunos aún con el uniforme escolar. Entrenan hasta que la luz empieza a desvanecerse y el cielo se tiñe de un anaranjado profundo. Los entrenadores saben que aquí no basta con la voluntad: se necesita estructura, conocimiento, preparación.
«No somos licenciados, pero aprendemos cada día», explica Luis Alfredo Medina, papá de dos jugadores y parte fundamental del equipo. «No basta con la experiencia de haber jugado béisbol», afirma. «Hay que educarse, entender el desarrollo de los niños, saber cuándo exigir y cuándo darles tiempo». Por eso, cada semana consulta con especialistas, intercambia información y ajusta los entrenamientos para garantizar que cada niño evolucione sin presión pero con disciplina.
Los sábados, los Escorpiones de Maleza se enfrentan a equipos de otros municipios. Llegan con sus gorras en alto, con la seguridad de quienes han convertido el esfuerzo en hábito. «Cada logro de estos niños es nuestra mayor recompensa», dice George Aguilera.
Estos padres y entrenadores han construido mucho más que un equipo. «Aquí no hay salario, no hay reconocimiento oficial», comenta Yunita Febles Carvajal. «Cada uno de los entrenadores viene porque lo siente, porque quiere ver crecer a estos niños, porque saben que lo que hoy les enseñan, mañana les dará confianza». Para los padres, este proyecto no es solo un espacio deportivo: es un símbolo de esfuerzo compartido.


Uno de los más jóvenes es Alain Aguilera Álvarez, de solo ocho años, pero con el ímpetu de quien quiere desafiar el tiempo. «Juego con los grandes, pero quiero mejorar cada día», dice con una sonrisa tímida. «Voy a jugar pelota hasta llegar al equipo de Villa Clara». Cada palabra suya resuena con la determinación de quien sabe que todo esfuerzo, por pequeño que parezca, construye el camino hacia su sueño.
Yasiel Nieto Quevedo, que antes no quería jugar porque se cansaba demasiado, ahora es otro. «Al principio me agotaba rápido, pero con el tiempo mejoré. Ahora me encanta», dice con el orgullo silencioso de quien ha entendido que el talento se construye.
Dairon Moya Díaz, uno de los veteranos, recuerda los días en que pisó el terreno por primera vez. «Soy el más viejo aquí. Mi abuelo me trajo y empecé a jugar», cuenta con un brillo de nostalgia en la mirada. «Ahora hasta me convocaron como reserva en la selección de las Pequeñas Ligas. Quién iba a decirlo…».
El béisbol, en este rincón de Santa Clara, no es solo un deporte. Es identidad. Es comunidad. Es ese sonido seco de la pelota golpeando el bate. Es el polvo que se levanta con cada carrera y la risa que queda flotando en el aire, como un eco de sueños en construcción».