Viajes sobre las estrellas en la jungla de Lam

Si Sagua la Grande se rejuvenece es porque La jungla, de Wifredo Lam, tiene el encanto de recuperar el sentido de ingenio e inspiración de sus pobladores.

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Puente El Triunfo, Sagua la Grande
El puente de hierro El Triunfo, tan bellamente descrito por el periodista Julio García Luis. (Foto: Tomada del sitio web de la emisora CMHW)
Alberto González Rivero
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04 Abril 2018

Si nuestra Sagua la Grande se rejuvenece de las magulladuras del tiempo, en un ambiente renovador de su vieja arquitectura neoclásica con aires andaluces, es porque La jungla, de Wifredo Lam, tiene el encanto de reinventarse, de recuperar el sentido de ingenio e inspiración de sus pobladores. No en balde al escritor sagí¼ero Enrique Labrador Ruiz le encantaban los pueblos dormidos al pie de los rí­os.

Así­ se escucha el doblar de las campanas en la iglesia parroquial de la Villa del Undoso, en un panorama reconstructivo que nos traerá la frescura y la añoranza de un centro histórico y sus alrededores renovados, ricos en el espí­ritu soñador de la tacita de plata que siempre llevó en su corazón el intelectual Jorge Mañach Robato, con el recuerdo de sus calles pulcras como las calzadas argentinas en Glosario.

Wilfredo Lam y La Jungla
Wilfredo Lam junto a su Jungla. (Foto: Archivo)

Por eso acodo mis recuerdos en los herrajes del puente de hierro El Triunfo, tan bellamente descrito por el periodista Julio Garcí­a Luis, y se asoma el anochecer estrellado de la visita a Sagua de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Tula, y extrañamos mucho también el deambular no menos rutilante de la diosa negra Pucha Caltapila, de Mariposita, de Elí­as, de Santo Caballo, del chino Mondeja, de Cantinflas y otros duendes inseparables del colorido patrimonio de la patria chica. Y no sé si Carmita está abriendo todaví­a el portón del antiguo Palacio de Arenas, de estilo mudéjar, también restaurado por sus valores históricos y arquitectónicos.

Siento el timbre de las bicicletas y el trepidar de los coches tirados a caballo en su andar por una ciudad que vio entrar victoriosa a la tropa del general mambí­ Jose Luis Robau por el puente de madera El Triunfo, y todaví­a en el cielo sagí¼ero relumbran los fuegos artificiales y los ví­tores con que lo recibieron sus coterráneos.

Escudriñando desde la altura del Hotel Sagua, por donde otrora entraran al recinto el prí­ncipe de Asturias y su esposa, Edelmira Sampedro Robato, una sagí¼era que conquistó un soberano, estoy seguro de que el genio cientí­fico del doctor Joaquí­n Albarán Domí­nguez, desde su estatua marmórea en el Parque La Libertad, sigue señalando con su dedo premonitorio que la tierra que nunca olvidó en Parí­s está en fiesta de amaneceres; viéndolo sonreí­r de orgullo por la avenida que lleva su nombre en la capital parisina.

Yo le pondrí­a flores nuevas al búcaro de La silla de Lam, rociada con la misteriosa neblina de este paisaje, y volverí­a con la memoria de mi maestro Manino Aguilera, caminando con sus ilustres sagí¼eros y con los menos ilustres que también aparecí­an en las páginas del periódico Mensaje.

Tal vez Mario Rodrí­guez Alemán esté hablando sobre poesí­a con antiguos amigos y jóvenes en un banco del Parque La Libertad, vislumbrando el horario detenido en el reloj del frontispicio de la iglesia católica, y le dirí­a a Manino, celoso con ciertas desmemorias de los hijos más genuinos de la villa, que siempre volverí­a a su casa nativa para oler las azucenas que regaban sus padres, volverí­a otra vez, como lo hizo Federico Garcí­a Lorca, en un coche de aguas negras y con el resplandor de la alborada del gallo.

El cauce del rí­o Undoso, bautizado así­ por Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido, se arrulla ahora en la orilla pródiga del hispanista Roberto González Echavarrí­a, con su pasión por la vetusta estación ferroviaria, o se abre la sombrilla del framboyán que cubre a su puente para ver llegar a la filósofa Isabel Monal, a la cientí­fica Concepción Campa Huergo, deslizándose en home al pelotero Ví­ctor Mesa; o a Rosalí­a de Castro, que traza su lí­rica moderna sentada en la brisa del Malecón Sagí¼ero.

Como Miguel Barnet descubrió en Sitiecito a su cimarrón universal, a mí­ que me toquen los orishas en el cabildo de Cunalumbo, alumbrando a mi pueblo retocado con la luz del pintor de la antigua estación de Viana, Alfredo Sosabravo; que me inviten a un bembé en los barrios Villa Alegre, Coco Solo, Pueblo Nuevo, San Juan y La Gloria; que me regalen la Rosa de Francia de Rodrigo Prats y que Antonio Machí­n me cante los Angelitos negros en el Teatro Alcázar. Y, si no fuera mucho pedir, trasladarme a Parí­s para ver cómo al ciego se le llenaba de monedas su sombrero cuando el flautista Ramón Solí­s se detuvo en plena calle de la Ciudad Luz para dedicarle su interpretación.

O si no, sencillamente, que me dejen disfrutar de esa noche en que Tula se recostó al puente de hierro, donde todaví­a se posan y duermen las libélulas de Mañach sobre las hojas color bermejo de la floresta circundante; que me dejen navegar con la Avellaneda, que se montó en una barca y se llevó de regalo una cola estrellada.

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