
«Es igualita a su papá », dice la tía-abuela regordeta, que con solo par de días de nacida encuentra en Camila rasgos genealógicos, solo visibles a sus ojos septagenarios.
Tras siete meses engorrosos, la pequeña llegó sin esperarlo. Cual volcán de alegrías y promesas se adelantó a los cálculos. Llora, se alimenta cada tres horas y batalla con sus párpados por conocer un mundo que se postra ante sus piececitos rosados.
Crece, ya almuerza y los jueguitos de canastilla le quedan pequeños. Disfruta del puré de malanga, y una fiebrecita al atardecer denuncia la llegada de los dientes.
Desde el corral amenaza con levantarse y, de barrote en barrote, comienzan los pasos firmes; luego, el andador. Y pronto, la muñeca de biscuit de la mesita de centro, fallecerá decapitada a manos de una temeraria verduga de apenas 60 centímetros.
Balbucea sílabas ininteligibles que auguran inteligencia y permiten presumir a los padres de su pequeño y gracioso repetidor de picardías y cuanta palabra suelta se escuche. Pronto los vocablos serán más fluidos, coherentes y una mirada recriminatoria la juzgará, cuando comparta, al por mayor, los chismes del hogar.
Llegan los cumpleaños, la foto con cake, los primitos y niños del barrio. La familia empeñada para comprarle una muda de ropa y un teléfono para que la niña juegue: «Imagínate, ella sí es nativa digital. Yo vestía muñecas y armaba cuquitas pero ahora juegan con barbies electrónicas, se conectan por zapya y como mascota prefieren a talking Tom », dice resignada la madre.
Con un catarro que le escurre por la nariz comienza el círculo infantil. Un chicle bajo la lengua engañó a la seño y rodó de boca en boca; bendito, ilegal e inocente transmisor de microbios.
Camila ya casi tiene pañoleta, cuenta hasta el 20, se sabe los colores, las figuras geométricas y unas cuantas poesías que declama de carretilla en los matutinos. Salió corriendo el día de la vacuna y un par de nalgadas la han enseñado a compartir, a no llevar en su mochila los juguetes de otros y taparse la boca al toser y bostezar.
Dice que será maestra, escritora, doctora, periodista o una abeja de la colmena; ninguna profesión parece escapársele. Quiere aprender a barrer y a lavar; se pone tacones y hace un óleo de su rostro con el labial.
Pequeña pero gigante, así es ella, dulce, traviesa, cariñosa; fruto de amor que conquista y no sabe de maldad. En la selfie con papá sonríe y las rodillitas marcadas denuncian intranquilidad. Princesa de todos, con un futuro de privilegios no entiende de inundaciones ni derrame de hidrocarburos; en su mente solo la estrategia para mojarse en el aguacero y hacer navegar calle abajo su barquito de papel.