A mi abuela, mi madre, mi tía abuela y Helen

«Faltan tres meses para el 31, ¡y ya tengo comprada la yuca! ». Fefa, mujer precavida. El año anterior, un guajiro leguleyo que presumía de que la suya era la mejor «desde la Ciénaga hasta la trocha de Júcaro a Morón », le había dado la embaucada del siglo. Media «balita » gastó Fefa y aquella yuca no se conmovía dentro de la olla. Un tolete, la verdad. Pero este carretillero de ahora le dio buena espina, así que decidió comprarle diez libras para lavarlas, pelarlas y congelarlas. «Tranquila, pura, que se acordará de mí. A esa le dicen “la contentaâ€, porque la calientan un poco y se desbarataaaaa ».
Y Fefa risa y risa acordándose de las ocurrencias del muchachón, y feliz porque este 31 no tendrá que improvisar la vianda. Al menos, el año pasado amortiguó la ausencia echándole el mojito al pan y presentándolo en la mesa como un entrante francés. «Y pensar que ahora tengo dos “balasâ€, yuca y un fogón con cuatro hornillas… ».
Fefa también compró una lata con marmolina y tres pomitos de colorante para pintura, «porque por donde pasan los muchachos no vuelve a crecer ni la hierba ». Y así comienzan sus eneros: brocha en mano, emparejando las paredes sobre las que alguna de las niñas estampó un beso rojo punzó a modo de recuerdo, o donde el más chiquito garabateó un caballo con bigotes. Una vez, incluso, supo por accidente que sus nietas tenían novio o, al menos, andaban «enamorisqueadas ». «Parejas del momento con tremendo movimiento », y los cuatro nombres enlazados con corazones a sendos Yasmani, Anthony, Diego y Jonathan. Se sintió conmovida por semejante muestra de confianza, así que decidió cubrir el «mural » con un almanaque.
¡Qué ocurrencia!, se ríe bajito y mira al comedor. «Felicio, viejo, ¡apúrate con ese arroz! ¡Llevas tres horas en lo mismo! ». Ingrata, piensa. Que pruebe ella a escoger 16 latas, «como si fuera a cocinar para un contingente ».
Felicio anda serio. Supo que una de las muchachitas viene con el novio. Habló con el hijo y le puso los puntos sobre las íes: «Bajo mi techo no admito desparpajos ». Y la solución llegó como enviada por la providencia. «Mira, viejo, ahora que arreglaste tu colchón camero, podemos acomodarnos el novio y yo, y tú ve para la colchoneta con la niña ». Los tiempos cambian, le dijo Fefa. «Ay, viejo, desparpajo grande fue el que se armó ayer en la cola de las manzanas ».
Felicio no lo dice, pero cada vez le pesan más las vacaciones de fin de año, con la casa asaltada y revuelta.
Pero, Fefa, si esto se parece a la invasión a Girón y nosotros quedamos como los mercenarios, derrotados en 72 horas.
Fefa se duele, aunque lo entiende. También se agota y se le inflaman las rodillas, deja su cama y va a parar al sofá, donde alguien siempre llega, mientras se le cierran los ojos, para alegrarle el corazón: «Tu comida es la más rica del mundo », «como la casita de mamá no hay otra », «te quiero tanto »â€¦ Y agradece entonces la loza sucia, la sala convertida en campamento, el «bajandaaaa » con que se despierta, las filas para entrar al baño.
Fefa vive diciembre a paso doble, y así lo prefiere.
Me voy...

A cualquier cubano le anuncian una visita y se le eriza la piel. Sin embargo, siempre abrimos las puertas de la casa porque, donde come uno, comen tres, o diez.
Ese día se levantó en modo limpieza, escoba en mano. Por fin iba a pasar a mejor vida el guanajo que por tanto tiempo engordaron los primos del campo. El animal llegó pelado y listo para la olla.
La cocinera de la familia lo dividió en piezas. En cuatro partió la pechuga porque tenía carne para un contingente cañero. Al contar los comensales, se arribó a la conclusión de que sería la crónica de un banquete anunciado.
Cuando la candela empezó a sofreír la sazón, sonó el teléfono. Del otro lado el resto de los parientes, esos que habían dicho que tenían otros planes y ahora, a ritmo de Cimafunk, en coro, cantaban: «Me voyyyyyy pa’ tu casa ».
Por un momento pensó que era broma; pero no, a la media hora estaban todos, de uno en fondo, entrando por la puerta. Enseguida montaron el dominó, alzaron la música y empezó el fiestón.
El mayor problema se reportó en la cocina. Cuenta y recuenta, una cuenta que no da. Rauda y veloz llegó la tía que lanzó un paquete de muslos a la caldera.
Los rones comenzaron a elevar la temperatura. La alegría no tenía momento fijo. Se guardaron todos los objetos rompibles, por si acaso.
Ya hasta las setentonas tiraban su pasillo. En el momento exacto llegó la carne humeante. Pusieron la mesa. Postas y postas para todo el mundo.
En un lapso de lucidez, uno de los tíos hizo un cálculo simple: «Dos alas, la pechuga dividida en cuatro, dos contramuslos y ¿ocho muslos? ¡Qué va, aquí hay algo que no me cierra! A mí me han dado pollo por guanajo », concluyó entre risas, mientras se chupaba los dedos, porque al final todas las carnes, después de unos tragos, saben igual.
Cosa de campo
Nadie de la ciudad puede imaginar la magnitud de un fin de año en casa de Lala y Escopeta, allá en un campito perdido en Manicaragua.
Todo comienza con dos meses de antelación, con la reunión de los cinco hijos alrededor de la mesa la misma que el 31 sirve para el dominó y la toma de la decisión más importante del año: puerco, guanajo o carnero.
Luego, se dividen las tareas (gastos) y comienza el largo proceso de acaparamiento, «resolvedera », traslado de mercancías, colas, sacos cargados de lechuga, ají y tomate y, por supuesto, la selección y compra de los bebestibles del evento.
Entonces comienza de verdad la fiesta, con la llegada de los hijos, nietos, bisnietos, sobrinos, primos, esposos, primos de los esposos, esposas de los primos de los esposos y amigos más allegados de los familiares hasta el sexto grado de consanguinidad.
Nada de traje nuevo. ¡Qué va!, ese se ensucia con el fogón de leña y la cazuela tiznada donde se cocinan las 40 latas de congrí. Ropa vieja para que los niños jueguen en el patio, a los agarra’os a la pelota o a los «escondíos » o a lo que les venga en gana, que ese día nadie los regaña.
Los mayores, a lo suyo: a pelar ajos, yuca y cebolla, a escoger arroz, picar leña, beber, bailar La Macarena, montar el dulce de naranja o discutir porque a alguien se le fue la mano con la sal, el azúcar o el picante.
Y mientras tanto, el ya mencionado dominó andando: «se da agua y pollona », se pide el último, se cambia la espumadera por las fichas, se pasan, se «agachan » y se «botan gordas ». Y las empellitas pasando de mano en mano. Y La Original de Manzanillo sonando.
Porque si algo no puede faltar un fin de año en casa de Lala y Escopeta, allá en su campito perdido, es la familia bailando y coreando a «La Original » cuando dicen: «Pillín, Pillín, ¿dónde está Pillín? ». ¡Si no es así, mejor no hay fiesta!
Y a las doce de la noche, besos y abrazos de quienes aguantaron para ver el año nuevo; y cubos de agua lanzados por la puerta delantera; y el pobre muñeco harapiento ardiendo hasta las cenizas.
Nadie de la ciudad puede imaginar tanta escena real y maravillosa. Es cosa de campo, de gente buena, de los que dicen, tanto a conocidos como a extraños: «Venga, mijo, y arrímese a comer », sin importar lo que tengan en la mesa.
Foto navideña

Mi familia respeta al 99 % la tradición navideña. Desde hace varios años la casa de algún familiar se convierte en escenario de la fiesta, aunque cada cual, con un fuerte espíritu de supervivencia, trata de que no sea su hogar el terreno adonde llegan tíos, primos con sus respectivas parejas e hijos, amigos y algún que otro invitado sin invitación, de última hora, para recibir el año nuevo.
A pesar del espíritu festivo que nos invade, el estrés en ocasiones sale a relucir, especialmente cuando el responsable de buscar el carbón lo dejó para última hora y, al aparecer, el preciado combustible nos la pone difícil para encender, o cuando algún dedo escurridizo descubre que el pescado que aportó uno de los tíos tiene un sabor intolerable aun para el paladar menos exigente.
Claro que la muestra de talentos en el festín no falta, y llega el momento de la tarde en que el karaoke se convierte en protagonista y los vecinos deben maldecir una y mil veces al que tiene el micrófono y canta a todo pulmón. Le toca el turno al baile y hay quienes muestran con tal fuerza su mejor pasillo que antes de la doce de la noche necesitan un metocarbamol para aliviar esa «penita » que tienen en la cintura desde hace varios días.
La cosa se pone más intensa, y terminándose la tercera ronda de pizza, a la más divertida y antideportiva de la familia se le ocurre formar dos equipos y jugar pelota. Ahí sí hay circo sin carpa, porque ninguno de los Hernández ha despuntado como buen deportista, pero en entusiasmo no hay quien nos quite el primer lugar. En el juego están los que nunca pueden batear, la que batea y corre en dirección contraria y el que ni tan siquiera puede correr.
Pero lo mejor de todo viene con la foto de familia. Nos agrupamos alrededor de abuela y al unísono decimos cheese, esperando que para el próximo año estemos los mismos y que los ausentes puedan venir para desearnos todos: ¡Mucho amor, salud y prosperidad!