El pregonero de la raspadura (+Videos)

El testimonio de Julio Guerra Niebla fue tomado del libro La calle de los oficios (segunda edición), del periodista y escritor Yamil Dí­az Gómez.

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Yamil Dí­az Gómez
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11 Julio 2019

El pregón de la burundanga: «Yo me las comiera todas »

Yo golpeo y golpeo cada puerta:
Denme, denme una firma
Para que los niños no sean asesinados
Y coman caramelos
                                             Nazim Hikmet

Ahora voy a enseñarle mi foto con el Che…

Y allí­, en la instantánea que recoge un raro minuto de descanso, al lado del guerrillero hay una mano que los escépticos mirarán con sorna; pero no puede ser otra que la de Julio Guerra Niebla: la que va por las calles de Santa Clara regalando caramelos.

¿Quién dijo que en los retratos   tenga siempre que aparecer el rostro y no esos cinco dedos que a veces guardan todo el dolor del mundo, si nunca, por ejemplo, han podido acariciar a un hijo propio ¿

Los niños rí­en cuando escuchan a Julio repetir su contagioso pregón que anuncia raspaduras. No conocen la historia. No saben que él estuvo sentado junto al Che Guevara, aunque solo dejó un pedazo de sí­ para la foto. No saben que esa imagen se convirtió en testimonio involuntario de que tenemos delante a un hombre mutilado: aquel joven que fue castrado brutalmente.

Pero con Julio no ocurrió como con los célebres castratis de la ópera italiana: su voz no se tornó aguda sino más grave y más amarga… No canta en los teatros sino en las calles de una ciudad de provincia el pregón tintineante que ya se convirtió para muchos en himno. En él se entrega Julio todo, y honestamente insiste en esta aclaración innecesaria: «Yo no canto el pregón por tradición; lo canto por dolor y sentimiento ».

Julio, el pregonero

Julio Guerra Niebla, quien fue popular en Santa Clara por el pregón de la raspadura.
Julio Guerra Niebla, quien fue popular en Santa Clara por el pregón de la raspadura.

¿Qué traigo aquí­?
El pregón del niño,
el pregón de la burundanga.
el pregón de la raspadura.
¡Qué rica están:
yo me las comiera todas…!

Ese pregón lo inventé hace unos años, cuando me empezaron a caer los inspectores. No querí­an que pregonara ni que vendiera raspadura.

Cada vez que pasaba por el parque, tení­a problemas con dos o tres. Siempre llamaban a los de la policí­a para que pelearan con la ciudadaní­a. Entonces, como en la policí­a hay amigos mí­os, ya que fui militar cuarenta y un años, no les tengo inquina. Después en la calle Independencia unos clientes me compraron tres raspaduras. Cuando fueron a pagar, sacaron un documento de inspectores. Me pidieron mi carné de identidad, y les dije que no les daba carné ninguno.

Bueno el problema es que la gente tiene mucho miedo con la policí­a; pero en sí­ la policí­a actúa como tiene que actuar porque a ellos les dan misiones, ¿entiende?, y a veces hay quien viene pregonando cebolla, ajo…

A mí­ todo el mundo me compraba porque como el pueblo de Santa Clara completo conoce que fui miembro del Ejército Rebelde, de la Columna 0 soy muy conocido en toda la isla de Cuba. Me voy para La Habana, y tengo hospitalidad. Luché contra los chivatos y hoy en dí­a me dedico a mi trabajo. La vida ajena no me interesa para nada ni le hago daño a nadie. Mis padres me enseñaron a ser así­, y el comandante Guevara también me enseñó a ser así­â€¦

Pues lo que le canté es el anillo del pregón, pero escuche los otros tres pregones:

Raspadura de guarapo
con «janjolí­ »
que te guste…
¿Qué rica están:
yo me las comiera todas…!

Raspadura de guarapo
batida con janjolí­
que te guste…
¡Qué rica están:
yo me las comiera todas…!

Raspadura de guarapo
batida con janjolí­
que te guste...
¡Qué rica están:
yo me las comiera todas…!

Anjá. Este lo tiro cuando se me termina.

Yo no canto el pregón por tradición; lo canto por dolor y sentimiento, ya que no pude tener hijos. Primero pregonaba «de la buena » pero, en vista de que no pude hacer familia, le puse El pregón del niño.

Mire, yo compro caramelos en la shopping. No se los compro a ningún particular para no envenenar a ningún muchacho. Cambio el dinero cubano por divisa y busco todos los dí­as cuatro paquetes que me cuestan uno sesenta y cinco. Hay padres que no, que no lo aceptan. Ellos no saben por qué regalo caramelos.

Así­ que voy a la vez vendiendo raspadura y regalando caramelos. ¿Ya entiende?

¿Usted sabe? Vienen personas a veces con periódicos, y como uno no sabe si las letras están envenenadas la tinta de las letras, cuando veo que me va a dar un periódico o una jaba un proco estrujada, les digo:

No, señor, yo despacho en mi jaba.

No la despacho en otras para que la raspadura aya con más prestigio. Entonces inventé una «chágara » para no tocarla con la mano tampoco. No dejo que nadie hable encima de la raspadura ni me la sopetee. Siempre la coja con la chágara y así­ la doy. Si veo alguna persona que va a meter la mano, le advierto:

Espérese que para eso estoy yo. No se ponga bravo.

Así­ la raspadura va más limpia a los niños y a los padres.

Hay gente que me la compra para paí­ses como España, Venezuela , El Salvador… porque las mí­as pueden durar tres meses guardadas en unas cajas plásticas especiales que compré en las tiendas de divisa. Además tengo un sellador, y no se echan a perder con ese sellador.

Desde que inventé el canto, me empezaron a perseguir los periodistas, la televisión, y salí­ hasta en el periódico Vanguardia. A cada rato me agarra la emisora CMHW en una guagua que tienen y me tiran al aire, a la población. Ya la provincia completa sabe que soy el pregonero de Santa Clara.

¿Usted sabe que una niña ganó tres premios con mi pregón? A cada rato la sacan a cantarlo en los teatros.

Hay una canción de Michel Portela, el trovador. Ahora está la de Ribalta, un grupo musical que le dicen Ribalta y su Guararey. Ellos tienen montado en su repertorio el pregón de la raspadura. Los Gí­mez, el grupo de los Gí­mez, también. Cada uno a su manera. Ribalta, que es uno de los músicos más grandes de la provincia, tiene el pregón muy bueno, pero muy bueno. Mientan hasta mi nombre. Lo cantan en los municipios. He ido con ellos a cantar y a regalarles caramelos a los niños.

Estoy hasta en algunas revistas de turistas porque me entrevistaron dos periodistas: uno de Brasil y otro de Alemania. Y hay un señor inválido en un sillón de ruedas de esos de motor que grabó los pregones porque a él le gusta cómo se habí­an despertado los pregoneros.

Yo vendo la raspadura de caña, no de azúcar. A ningún niño le vendo raspadura de azúcar. La mí­a siempre es de fuarapo con crema de maní­ y crema de janjolí­. Vendo cuatro cajas diarias: cada una de setenta y dos raspaduras.

Eso sí­, tengo los barrios divididos. Los lunes arranco en la Colonia, cojo por la calle Máximo Gómez y doblo por Martí­. En Martí­ sigo hasta Lorda. Subo por Lorda al Rápido, y del Rápido al parque, y ya en el parque no me queda raspadura. Después cargo otra vez. Vuelvo a empezar donde se me terminó, frente a la glorieta del parque, ahí­ tiro el pregón, Si me llevo por la gente, vendo la caja completa, pero lo que quiero es que los niños oigan el pregón; conocer más niños cada dí­a, aunque sean de otros paí­ses, ya que yo no pude tener hijos. Tiro el pregón para los niños de este paí­s y los del mundo entero… Después bajo por Independencia hacia Plácito. Luego agarro por el periódico Vanguardia, donde me fotografiaron. ¡Estoy fotografiado en los periódicos!... Y así­ cada dí­a tiene su recorrido: el lunes fue hasta la antigua Plaza del Mercado, el Coppelia; el martes, por atrás del hotel Santa Clara Libre…

El sábado y el domingo es cuando más quiero tierra el pregón, pero hay grupos artí­sticos que me convidan para ir a los municipios…

¿Usted quiere saber cómo se fabrican las raspaduras ¿ Eso que está mirando, todos esos ingredientes los lleva. Yo superviso a los fabricantes para ver cómo se visten: si tienen las manos limpias; si mantienen el trapiche bien lindo. Compruebo si a la caña le quitan el poro, porque la caña usa un poro, y si no la pasan por una máquina peladora se le queda. Tiene que ir limpia. De lo contrario le sale suciedad a la raspadura. Cada caña se pasa por el trapiche solo dos veces. Tres no, porque entonces en vez de salir el ingrediente del guarapo sale el de la cáscara, y la cáscara no guarda guarapo ninguno. Yo no vendo una raspadura si no se le hace todo eso… El guarapo tiene que hervir en una olla grande donde se hace el melao. Hay que esperar dos o tres dí­as hasta que el melao tenga el punto correcto, fuerte. Cuando ya el fabricante cree que está, saca un chorro en una palangana que tiene que ser de loza y lo toca. Si lo ve pegajoso, ya está listo. Cuando se pone amarillo y blanco, con un cucharón se echa un pegoste   en un poco de agua: si se vuelve un mascón, ya casi está la raspadura. Ahí­ es donde coge el punto, y luego se le echa el janjolí­ tostado o el maní­ desgranado. Entonces coge ese olor a maní­ que se le mantiene. Luego se pasa para unos marcos; una tabla grande, del mismo molde de la raspadura, dividida en cuarenta cuadritos y tapada con una tela blanca bien lavada, que no le puede quedar agua. Si le queda agua, no sirve. La tela tiene que estar limpiecita y bien exprimida, seca; si s posible ponerla al sol, y usted no la levante hasta que la masa hecha con la crema no lleve diez o doce minutos dentro de ese molde. Verá que le salen todas enteritas. Ahí­ tiene que darle como otros diez minutos de aire hasta que se ponga dura. La raspadura tiene que quedar «cuadraí­ta »y sin huecos, ¿ya entiende? Porque, si   no, es una chapucerí­a. Mire esta, ¿la ve usted? Ahora se la voy a dar a loer.

Yo con mirarla sé si una raspadura sirve. Siempre la pruebo, y si usted le echa limón, la halla más rica todaví­a. Se puede hacer de coco, de queso, de leche, de fruta bomba, de naranja, de limón… Pero yo no: la vendo con crema de maní­ y janjolí­ y algunas veces de queso.

De muchacho fui cortador de caña, y me acuerdo de las raspaduras que comí­a, que eran del verdadero guarapo. Antes costaban dos centavos. Imagí­nese: nadie tení­a un quilo. Ahora valen tres pesos. A la verdad a mí­ no me importa tanto ganar unos centavos como que la gente comente qué rica o diga:

Coño, comí­ raspadura de queso, comí­ raspadura de leche.

Aquí­ en la casa, si me descuido, mi mujer no me deja una raspadura en la caja. Por mí­ no , porque yo no como dulce. Los únicos dulces que a mí­ me gustan son la fruta bomba en trozos o el de toronja. Y el de calabacita china también. Cuando era niño, tení­a que comer raspadura con pan porque como nosotros pesábamos hambre cuando la temporada de Batista ese fue mayormente nuestro almuerzo.

Pienso seguir en esto muchos años. No me aburro. Me han invitado a ir a cantar el pregón a otro paí­s, pero no he querido. En los Estados Unidos está mi pregón en un lugar que le dicen California del Pulguero. La gente que viene de allá me graba el pegón. Lo tiraron por unas emisoras de allá. Me lo dijeron, no porque lo haya oí­do, ¿ya entiende?

…Tengo mi idea con el problema de la raspadura para ayudar a los niños cubanos, porque a veces un muchacho me ve y pide:

Ay, mami, cómprame una raspadura.

Hijo, me queda poco dinero.

Entonces le regalo una y dos o tres caramelos, y para mí­ es un orgullo cuando la mamá pregunta:

Niño, ¿qué se dice?

Gracias.

Porque están enseñando al niño a ser una persona digna. Y los niños de dan las gracias: niños de tres, de cuatro años. Par mí­ es una educación la raspadura.

También me gusta que la juventud me respete para yo respetarla; pero el problema es que mi pregón dice: «Yo me las comiera todas ». Y a veces vienen muchachas vestidas con lycras o en short. Las veo de rabo de ojo y canto: « ¡Qué rica están, yo me las comiera todas! ». Ellas me miran; pero yo no lo digo con frescura. « ¡Qué rica están, yo me las comiera todas! ». Y ellas sonrí­en.  

Guerra, el rebelde

¿Usted quiere saber de mi niñez ¿ Me llamó Julio Guerra Niebla y nací­ en Cardoso, barrio Seibabo, Manicaragua. Soy hijo de Bernabé Guerra y Juana Rosa Niebla. A los ocho años comencé a trabajar en el campo virando paja. Nosotros éramos una familia pobre en una casa de yagua y guano. Mi hermano mayor, Roberto, y yo tení­amos que ayudar a mi papá. Así­ empecé a guataquear, a cortar, a echar caña con bueyes y carretas.

Julio Guerra Niebla en su etapa de combatiente del Ejército Rebelde.
Julio Guerra Niebla en su etapa de combatiente del Ejército Rebelde.

Un dí­a, a los catorce, estaba guataqueando caña con un compañero que le decí­an Bertico Hernández, cuando vinieron el mayordomo y el mayoral a registrarme el surco. Entonces pagan el surco a peso, y para poder hacer aquel trabajo habí­a que echarle hierbas arriba, del lado que le dicen «narigón », para ganar un peso diario. El mayoral y el mayordomo se bajaron del caballo. Encontraron hierba tapada, como era verdad. La hierba se podrí­a, y ellos no se daban cuenta, porque lo que querí­an era que guataqueáramos el surco completo, de lo contrario uno no sacaba ni cuarenta quilos. Quién le dice a usted que el mayordomo se volvió a ensillar y me dijo que aquello era una «hijeputá ». Entontes le metí­ la guataca por la cabeza a su caballo. El animal se paró en dos patas, cojeó, y el mayordomo haló por un revólver calibre 45: dijo que iba a matarme. Le caí­ atrás para meterle la guataca por la cabeza no al caballo sino a él porque se pudo a ofenderme. Me amenazó con acusarme en el cuartel de Mataguá. ¿Qué hice yo? Le dije a Bertico:

Te quedas aquí­ solo si quieres, porque yo no sigo con esta gente.

Fui para mi casa, me lavé los brazos y me despedí­   de mi madrastras mi papá estaba divorciado de mamá. Como mamá cuidaba a una viejita aquí­ en la calle de San Vicente, vine para Santa Clara. Cuando llegué, me preguntó:

Eh, ¿qué te pasa que te veo con ese bultico ¿

Traigo la ropa porque allá no sigo. Tuve problemas con el mayoral y el mayordomo Si vienen buscándome, tú dices que no estoy aquí­.

No tengas pena, hijo, querí­a que estuvieras aquí­ pues eres el más chiquito, y siempre he tenido delirio contigo.

Entonces me dio una Coca Cola, un mantecadito que le vendió un pregonero, y dinero para toar café en el Chorrito del Hotel Suizo. Cuando volví­a, me encontré con un amigo que iba al campo y le habí­a mandados a un señor llamado Felí­n Arnay. Él le contó lo que habí­a pasado, y el señor me preguntó:

¿No tienes trabajo ahora ¿

No.

¿Quieres trabajar conmigo a partir de mañana?

¿Cuánto pagan?

Quince pesos, la comida y ropa limpia.

Está bien, pero tiene que ir donde está mi mamá, no vaya a ser que no esté de acuerdo.

Está bien. Vamos a ver la dirección, y así­ te llevo a mi casa. Te quedas allí­ esta noche y mañana temprano empiezas a trabajar conmigo.

Mi mamá dijo que sí­, que cómo no, ¿ya entiende?, pero que me cuidara porque no tení­a conocimiento del pueblo; que por la noche fuera a dormir con ella. Arnay vendí­a galletas y pomos de caramelo. Y así­ empecé a trabajar con él en el carro hasta la edad de diecisiete años. Era su ayudante: llevaba galletas a la tiendas; iba a Falcón, a la fábrica, y cargaba.

A los diecisiete años ya tení­a noción de las mujeres. Me enamoré de una muchacha y quedé en verme con ella por la noche en la esquina de San Miguel y Maceo. Ahí­ me recosté a un palo de la luz y vi venir a un policí­a llamado Gómez, que me mostró un carné. Le pregunté qué pretendí­a, y me dijo:

Usted puso un letrero del 26 de Julio eso fue en el año 1957. Me tiene que acompañar.

Sacó un vergajo enrollado de material con una bola de bronce en la punta, me enseñó el revólver y me amenazó:

Me tienes que acompañar porque vas preso y tienes que ir adonde tú pusiste el letrero.

Me cogió la mano derecha y me obligó a pasar el deo contra el letrero. Yo soy zurdo, y él me obligó a hacerlo con la otra mano. Luego me llevó al Hotel Modelo, me registró en los servicios del hotel y dejó caer un creyón de pintar sacos en mi bolsillo, sin que me diera cuenta. De ahí­ partimos hacia la calle Mujica. Allí­ habí­a dos máquinas de alquiler. Cuando me montaron en una, siguió enseñándome el vergajo.

Vamos le dijo al chofer, que este ciudadanos está detenido… Esta noche tú vas a hablar.

Y o no tengo nada que hablar le respondí­.

Vamos   a ver si es verdad.

Cuando llegó a la jefatura de policí­a que hoy es la escuela el Vaquerito, nombre de un combatiente que fue jefe mí­o en la fuera, estaba de jefe un tal Estinche. Gómez le dijo:

Mira, lo «pesqué » pegando un letrero del 26 de Julio. Lo llevé al sitio y se lo enseñé pa que viera que él mimo lo habí­a pegado. Y ahí­ en el bolsillo trae el creyón.

¡Ay, pero qué hijo’e puta eres! contesté en mala forma.

Y dice el jefe:

Échalo pa allá atrás y ya tú sabes.

Entre el tal Gómez y dos más me abrieron la boca. Con una tenaza me sacaron todos los dientes. Ya era como las once de la noche. A las once y media hací­an el cambio de guardia. En ese momento llega el chofer del jefe, de Cornelio Rojas, y le dice al coronel.

Mire, Cornelio, este muchacho hace tres años que están en Santa Clara. Yo lo conozco porque mi mujer le cose a su mamá. Él no sabe ni lo que es la revolución. Él trabajo en un carro de galletas.

Entonces el coronel me dio una agenda y un bolí­grafo, me dijo que firmara con mi nombre. Hice un garabato porque no sabí­a escribir. Estaba tiento en sangre, con una camisa roja y un pantacón blanco «cortetubo ». Y dice Cornelio.

Mira, agarra por ahí­ derecho por el parque y piérdete porque creo que te voy a matar.

Cogí­ por el callejón del Carmen que hoy se llama Carolina, y me vio la señora que les cocinaba en cantina a la viejita y a mi mamá.

¡Eh!, ¡ahí­ va el hijo de Juana Rosa tinto en sangre!

A las seis y media de la mañana le avisó a mi mamá. Y a las siete y media, la vieja estaba en mi trabajo.

A ver, muchacho, ¿qué te pasa?, que me dijeron que ibas tinto en sangre y anoche no dormiste en la casa.

Que me fajé en el bayú.

¡Mira esa ropa, dime la verdad! ¿Dónde fue eso?

En el bayú. Tres tipos me cogieron y me sacaron los dientes.

Entonces un compañero al que le decí­an Casita me llevó a ver a un médico nombrado Berenguer. El doctor me reconoció y me dijo que no habí­a problema, que no habí­a partidura de hueso ni nada…

Yo le eché esa mentira a mi mamá para que no supiera que me ajuntaba con los estudiantes.

¡Cómo iba a poner aquel cartel si ni siquiera sabí­a escribir! Pero sí­ me gustaba salir en las manifestaciones, aunque no sabí­an bien por qué se hací­an. Con Rodolfo   Casita, Quintí­n Pino, el Búho Anido, Machadito, Hornedo Rodrí­guez que hoy es coronel retirado. Y con… ¿cómo se llama este que lo manó la bomba?, Chiqui Gómez Lubián.

Sin dientes me volví­ un rebelde. Y ahí­ empezó mi vida en la clandestinidad. Gestioné la dentadura, me la puso un señor que viví­a en la calle Maceo. Luego empecé a trabajar en un carro de la fábrica de refresco Jupiña. Pero ya estaba haciendo sabotajes: tiraba cadenas a los postes de la luz, echaba picapica en los cines en el Villaclara y el Caridad, rompí­a metros de agua, poní­a petardos…

Entré en el Movimiento. Luego la profesora Aleida March la que fue mujer del Che Guevara me dio la misión de llevar una máquina de coser en una camioneta. Se la entregué a un tal Fleites, y le mandé un recado al Che para incorporarme a la lucha. Eso fue a fines de 1957.

Pero ese mismo años la gente de la SIM1, los Barroso, me cogen preso otra vez. Ahí­ fue donde me machucaron los «granos », y no pude tener niños porque me los dejaron negros… Yo sé que podí­a dar hijos porque le hice una barriga a la muchacha de la que estuve enamorado. Ella se hizo un legrado porque no querí­a parir tan nueva, de diecisiete… Pues bien, ese dí­a caí­s preso a las dos de la tarde, y a las seis ya tení­a los huevos machucados. No parecí­an de una persona…

Yo tení­a un negocio de tapas de Bacardí­ y de Pedro Domecq: compraba esos sellos. El dí­a que me trancaron, iba cargado de tapas de Bacardí­, y los guardias me las botaron en el cuartel. Tuve que recogerlas por la noche. A un tí­o mí­o politiquero le mandé un papelito con un señor que me conocí­a. Como habí­a empezado en una escuela por el parque de la Pastora, ya sabí­a escribir mi nombre y le puse: «Vieja, estoy preso en la jefatura de policí­a. Julio ». MI mamá se movilizó. Buscó a mi tí­o. Me sacaron de allí­ con los granos machucados, y entonces le mandé a decir al Che que me querí­a ajuntar con él. Me dijo que por el momento no se podí­a y que para eso habí­a que llevar arma.

Si ese es el motivo, yo llevo arma.

Y me responde:

No, no vayas a venir hasta que te avise.

Seguí­   de ayudante en el carro de la Jupiña, vendiendo refrescos. Ya Camilo Cienfuegos estaba en la zona norte de Yaguajay. Un dí­a que vení­amos subiendo rumbo a Meneses, hay un combate. Me bajé del camión y vi a un soldado en el suelo. Le quité el fusil y empecé a ayudarlo. Cerquita habí­a un colmenar, y aquello fue de pelí­cula: las abejas picaron a los caballos de la tiraní­a que habí­a que ver aquello. Ahí­ conocí­ a Camilo pero con la misma volvimos al carro yo y José ílvarez, el compañero que andaba conmigo.

Luego vendrí­a mi oportunidad. Camino a Camajuaní­, en el carro de Jupiña, se montó un sargento de la tiraní­a. Con un machete hice que se bajara la guerrera un cargamento de balas enorme, y le quité el Springfield. Entonces subo al Escambray, y el Che, en vez de ponerse contento, me regaña:

Te dije que no vinieras. ¿Pero qué clase de arma! Nosotros no las tenemos como esta aquí­. Ven me dice, te voy a enseñar las que tenemos aquí­. Esa que trajiste la necesitamos para un francotirador.

Comandante,   yo soy francotirador, porque maté una garza con esta arma sin saberla manejar.

Entonces me pidió el Springfield y quedó conmigo en mandarme a buscar para el ataque a Santa Clara. Me explicó que yo era más soldado en el llano porque me conocí­a todas las calles de Santa Clara y de otros pueblos, y que le hací­a más falta en la ciudad porque ellos estaban escondidos y todaví­a no tení­an armamento para atacar Fomento, Cabaiguán, Guayos, Manicaragua…2

Así­ mismo; cumplió su palabra y me avisó. Atacamos Placetas, Caibarién, Camajuaní­ y Santa Cl.ara. Eso fue a fines e 1958 el 27 de diciembre por la madrugada, amanecer 28 empezamos a atacar. Por la carretera de Camajuaní­ se nos atravesaron dos máquinas de la policí­a. Les caí­mos a tiros. Se movilizó el ejército, y empezamos a amontonar carros, camiones, máquinas en el medio de la calle, y el pueblo a ayudar… Le caí­mos bien a la población, que nos daba refresco, sardina, agua frí­a, café…

Como les tení­a roña a los de la jefatura de la policí­a donde me torturaron, me ajunté con el Vaquerito. Antes pertenecí­ a otra tropa, a la de Alberto Fernández Montes de Oca, Pachungo. Después me fui con el Vaquerito. En la calle San Pablo, en una casa de altos, habí­a como siete policí­as. De un tiro me partieron el fusil. Además, me hirieron en un pie y me volaron un deo de la mano.

Ne curaron, y seguí­ con el Vaquerito hasta que nos lo mataron en la jefatura de la policí­a, porque le entramos por la parte de atrás. Él era un hombre que peleaba parado, un jefe que decí­a palabras duras para que fueras guapo, ¿ya entiende? Y nos mataron al Vaquerito.

Ahí­ atacamos al Gobierno Provincial, donde habí­a diecisiete guardias de Batista. Y en lo que era la Plaza del Mercado nos topamos   con un señor que le decí­an Yiyo a Tientas. Yiyo nos ayudó a derrocar a los que se encontraban en el Gobierno. Desde el correo brincamos por arriba de los edificios hasta llegar a una escuela y de ahí­ volamos para el parque y nos fajamos con el Gran Hotel, que ahora se llama Santa Clara Libre.

Con una calibre 50 veí­a por las persianas de cristal los movimientos de arriba. Y ahí­ nos fajamos con los que estaban en el hotel. Tuvimos que meterle candela por abajo porque con bala eso no se rescataba: gomas y cajas encendidas, hasta que se rindieron. Ahí­ estaban los criminales: los Barroso, los Montano, la gente que me machucó los granos; y un sargento que le decí­an Parodia.

Entonces vino lo del Tren Blindado, que iba cargadito con cuatrocientos y pico de guardias y avituallamiento, municiones, gasolina… El Che lo hizo retroceder para la curva donde estaba el cuartel de la motorizada, en la carretera Central. Después mandó un emisario de Obras Públicas para que trajeran un «buldó ». Con ese buldó levantó la lí­nea. Y cuando el tren vení­a entrando al pueblo, lo atacamos, y los batistianos se rindieron todos. Como a las doce de la noche pasó un avión altí­simo que según tengo entendido era de Batista, que se iba con sus lacayos. Esa fue la liberación.

Cuando la toma del hotel se cogió a un chivato y a los seis que me torturaron. Los quise fusilar, pero el Che dijo que para eso estaba el pueblo. Cuando los fusilaron, me avisó.

Seguimos de invasión rumbo a La Habana para jaranos con la Cabaña. El Che le dio una hora al regimiento de Matanzas para que se rindiera. Se rindieron todos. Nos tiramos en las cunetas a fajarnos con el ejército. Segú se iban rindiendo, el Che dejaba hombres de confianza en los cuarteles…, Seguimos avanzando hasta enb en La Habaa le dio dos horas al jefe de la Cabaña: costó dos horas esa rendición. Entonces se les dijo:

Echen todas las armas y quédense sin cuchillos, sin puñales y sin sevillanas. El que «pésquemos » con algún armamento «cortable », va preso.

Tiraron todas las armas. Nos esperaron en los comedores con chocolate, café con leche y an con mantequilla. El Che hizo que cada unao de ellos se tomar un varo de cada jarra. Esperó quince minutos y entonces ordenó:

Pueden seguir desayunando, muchachotes, no tengan miedo.

Estuve un año y siete meses con el Che Guevara en la fuera y la Cabaña. Después me trasladaron a Sancti Spí­ritus; de ahí­   a Cienfuegos; de ahí­   a los centrales porque habí­a gente quemando caña y a varios militares nos trasladaron. Pero después a todos los que pertenecí­amos a esa tropa nos recogieron para hacer el Caney de las Mercedes en Oriente.

De ahí­ a Guantánamo, cerquita de la base. Cuando se terminó el problema de Playa Girón, nos trasladaron al Escambray. Estuve un año y pico en la Lucha Contra Bandidos.

Cuando pidieron unos guardias para el Ejército Central, empecé a especializarme. Pertenecí­a a una unidad de combustible. Todos los años querí­an graduarme, y yo decí­a que no porque: una, casi no sabí­a escribir, y otra, a mí­ las escuelas no me gustaban honestamente, no me gustaban. Entonces hoy en dí­a tengo un sexto grado.

Me retiré en 1998. Conozco desde Imí­as hasta el cabo de San Antonio, porque toda la vida pertenecí­ al ejército. Siempre con los grados del Che, los tengo ahí­: los de sargento. Yo nunca quise grados. La Revolución se preocupó por mí­ para que fuera oficial, como los generales que están en La Habana. Entonces me especialicé, ya que pasé una escuelita cuando vine de Angola también estuve en Angola y cogí­ el sexto grado. Todos los años querí­an, de todas maneras, que me graduara de oficial,   yo decí­a que no y que no y que no. Me metí­ cuarenta y un años de sargento. Nunca me interesó ni el dinero ni los grados, ni me gustaba la mandadera. Fui jefe de retaguardia veintiocho años; especialista en alimentos. Después que me retiré, empecé a vender raspadura.  

Niebla, el memorioso

Esa pistola mohosa que usted ve, se la quité a siete policí­as en las calle San Pablo. Y esas medallas… ¡Todaví­a quedan como seis o siete condecoraciones que no he ido buscare a la unidad!   Esta es de oro. Todos los años me daban una. Esta de bronce, esta de oro, esta de bronce, esta de bronce también, esta de plata, esta de oro, esta de plata, esta de oro. Esta, de oro, se la entregaron a todos los que estuvios con el Che… Y esta es la medalla de Angola: la chapilla con el número por si me mataban me pudieran encontrar. La cuido como las palmas de mi mano.

Julio Guerra Niebla, quien fue popular en Santa Clara por el pregón de la raspadura.

Esta «popa » la usábamos si vení­an los aviones a bombardearnos, como cuando en la iglesia de Buenviaje, en la torre, debajo de la campana, nos metimos un compañero de Placetas y yo. Cuando tiramos, parece que herimos al piloto porque el avión salió «quitao », y entonces soltó una bomba que abrió un hueco. Todos usábamos la popa . Habí­a que morderla cuando bombardeaban; de lo contrario se re reventaban los oí­dos.

Voy a enseñarle todas las fotografí­as: esta es la señor que le avisó a mamá cuando me sacaron los dientes. La esposa del dueño con el que yo trabajaba; un músico de los Gí­mez; un general de Francia que estuvo aquí­ en mi casa con su señora. Este hombre es del Perú. Aquí­ nos retrataron en el Carishow: ahí­ me hicieron cantar el pregón, y gané el premio. Esta es la comandancia del Che. La estatua del Niño de la Bota. Aquí­ estoy con la bandera cubana; esa gorra me la robaron hace un mes… Este es el Tren Blindado. Una foto mí­a con el casco. El mausoleo. Este soy yo, y esta, la nieta de i esposa: ella sí­ tuvo hijos de su primer matrimonio. La conocí­ cuando tení­a dos niñas.

Bueno, ahora mire las reliquias: mi cantimplora del Ejército Rebelde, que le falta un depósito que andará guardado por ahí­. Tení­a tres: uno para el potaje, uno para el arroz y la carne, y el del agua… El peine de mi pistola. Estos cartuchos calibre 50 se dispararon contra el Gran Hotel. Ahora voy a enseñarle mi foto con el Che…

Y allí­, en la instantánea que muestra al guerrillero en un raro minuto de descanso, se ve la mano de Julio, la mano que regula golosinas, la mano que resume al hombre entero, la mano que cobija todo el dolor del mundo, la mano temblorosa de quien no pudo nunca acariciar a un hijo propio…

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1 Servicio de Inteligencia Militar.

2 Tras la aparición de la primera edición de este libro, varios compañeros de armas de Julio pusieron en duda la exactitud con que él rememora algunos hechos históricos. Generalmente no quedaba ningún testigo vivo qe pudiese corroborar los principales puntos de su versión.   El autor prefiere apostar por la verdad decencia de un ser humano que se mostró coherente consigo mismo hasta ir a dar con sus huesos, el 9 de junio de 2011, al panteón de los combatientes en el cementerio de Santa Clara.  

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