En 1886 se inauguró el teatro La Caridad. Este templo levantado al arte se construyó a iniciativa y expensas de Marta Abreu de Estévez, Benefactora de Santa Clara.
En los primeros días, y con el fin de obtener recursos, se formó una compañía de aficionados que mensualmente organizaba una función a la cual concurría el pueblo, ávido de contribuir y de aplaudir a los hijos de Santa Clara, quienes se ejercitaban en el difícil arte de la diosa Talía.
El director de la compañía era Antonio Berenguer y Sed, autor de Tradiciones villaclareñas. Cuenta Berenguer que para los papeles odiosos, como verdugos, traidores, etc., no encontraba voluntarios. Todos querían desempeñar el papel de galán joven, o de personaje serio, de amigo fiel o de sabio doctor.
¿Y las damas?, pues resultaban más complicadas aun. Había que comprarles zapatos nuevos, vestidos de moda o de la época de la obra, y hasta pantalones de seda o hilo, porque los impertinentes ojos de los espectadores que ocupaban las primeras filas de luneta, según ellas, de manera prodigiosa dilataban las pupilas.
En noviembre de 1888, se acordó organizar una función, cuya recaudación debía ser destinada a la adquisición de farolas de gas para el alumbrado de la Plaza Mayor, hoy parque Leoncio Vidal. Para ello se pondría en las tablas Don Juan Tenorio.

En la escena donde don Juan le dispara al Comendador, por el fogonazo de la pistola se le incendió el cabello a Antonio González, actor cómico de la época que representaba el papel , quien casi muere aquel día: había que verlo apagándose el fuego, dando gritos, revolcándose en el suelo escénico y pidiendo que lo apagaran.
El drama de Zorrilla marchaba bien, salvo el incidente del fuego, hasta que en la representación de la última escena Don Juan pregunta:
- ¿Qué es lo que allí me das?
-Aquí fuego y allí cecina (N. del R. carne salada), digo ceniza contesto el Comendador.
-El cabello se me eriza, exclama Don Juan al mismo tiempo que el público prorrumpió en risas estrepitosas y en gritos y aplausos. Fue tal la algarabía que la función tuvo que suspenderse y esperar a que se restableciera la calma.
Otra vez se dispuso la representación del episodio histórico, en un acto y en verso, “El Arcediano de San Gilâ€. Para encontrar un aficionado que desempeñara el papel de Juan Diente, el verdugo de Don Pedro el Cruel, Rey de Castilla, pasaron mucho trabajo, y ya casi al desechar la representación, se presentó un sujeto llamado Carlos Aguado, alguacil del Juzgado.
Aguado era muy popular y célebre en el pueblo por sus «sablazos », que así llamaban en aquellos tiempos a quienes hoy conocemos por picadores. Llegó el día de la puesta en escena y Aguado, vestido de verdugo, con una masa de hierro en su diestra, escucha a su rey Don Pedro que le dice:
Dime, Juan Diente, ¿qué hicieras/ con ese apóstol falsario/Que así mi justicia reta?/ A lo que Aguado contesta: / ¡Qué hiciera yo! ¡Por san Juan!/ Si profanación no fuera/ Amarrarle a ese cadáver/ Tenerle así una docena/ De días expuesto al vulgo/ En el atrio de su iglesia, Y luego darlo a Juan Diente/ Para acabar la sentencia.
Estos versos fueron dichos con un brío extraordinario, y en el mismo momento de concluidos se escuchaba una voz del público que dijo:
-Mentira, Aguado, lo que tu harías es darle un «sablazo ».
Las risas inundaron el teatro y la función tuvo que ser suspendida. Se bajó el telón, pero el público pidió que continuaran, algo que resultó imposible.
No obstante, se alzó el telón y el rey Don Pedro le dijo al público:
-Respetable audiencia: la función no puede continuar; el verdugo ha abandonado el tablado y sin Juan Diente la sentencia no puede cumplirse. Ruego al público que teniendo en cuenta que los productos de este espectáculo se destinan a socorrer a los pobres de Santa Clara, no pidan la devolución de su dinero.
El generoso público accedió y se fue tranquilo…sin que hasta la fecha se sepa que hizo Juan Diente con el Arcediano de San Gil.