

No digo que hace 330 años la llevo en la sangre porque ni mis más fervientes admiradores y queridos descendientes me creerían. Pero desde el 15 de julio de 1689, en que fue fundada, ¡la amo! Porque nací y vivo en ella, aunque más porque aprendí a quererla indagando su historia en los libros y artículos de coterráneos virtuosos que vivieron antes, mucho antes que yo o no tanto, y los que aún viven y se dan a la tarea de mantenerla viva escribiéndola, dibujándola, cantándola.
Ella junto a otros colegas me tiene entre sus Notables, «inmortalizados » ya en caricaturas del eminente Pedro Méndez. Y sí, siempre la llevo en la cabeza y la siento bajo mis pies. Con sus olores, colores y sabores peculiares inunda los cinco sentidos que Dios me dio. Y aunque a veces me perturban sus no pocos e incómodos lunares en aceras, calles, esquinas y paredes, así, salpicada de cráteres y rústicas máculas, ¡la amo!
Con esa fealdad interesante de matrona mundana, pletórica en verano de ardores húmedos, Santa Clara se ajusta perfectamente a mis reclamos.
Adoro su rara mansedumbre cuando el sol se pone y el Parque ventea residuos de pájaros chillones, o el humo que emana de basurales cercanos. Huele también entonces a tejado, a calleja, a boñiga, a tránsito abigarrado, a café Cubita y a café mezclado, a flor de mariposa, a rock, a trova, a Mejunje, a Marquesina, al Carmen, al Condado, a Los Sirios y Dobarganes, a Brisas del Oeste y al Capiro.





La añoro cuando salgo y me hundo en otras noches más rotuladas, más lumínicas, más aristócratas y ordenadas, con muro y salitre de verdad, con extensas avenidas, espléndidos jardines, mansiones versallescas, portones protectores, farolas Fernandinas.
Honro su leyenda, sus ya nada correntonas aguas del Bélico y Cubanicay, que a falta de playa fueron antaño pocitas en estío, lugares de citas y escapadas, de fresco y verdor de copeyes, tecas, caobas, sabana, tomeguines, palomas en bandadas.
No sé a ciencia cierta si llovía o no el día que llegaron, después de una penosa travesía a campo pleno, con ánimo de fundar una nueva comunidad, 37 remedianos al cuartón de Orejanos, y que junto con 138 personas asentadas ya en el hato de los Díaz de Rojas y Díaz de Pavía, emprendieron la marcha loma abajo, hasta encontrar sitio apropiado para la nueva villa, de lo que dicen fuera un tamarindo.
De eso ya hace tiempo, mucho tiempo. Corre pues mi crónica sobre textos que afianzaron otros, pero que mi imaginación matiza. Lo admite la subjetividad el género. Y a mi Santa, Clara y bendita ciudad le agrada mi atrevida frescura. Me lo dijo en secreto, en un momento de licor y poesía… ¿en los festejos de la calle Gloria? ¡Puf!, no recuerdo muy bien. Tal vez ocurrió en una madrugada bien punk, ruidosa y agresiva, al estilo de los 70 del pasado siglo. ¿O en una tarde tranquila del Caturla o en noche pasible del Longina? No importa, me lo susurró al oído.

Villa pobre, moradas de madera, palma y guano, casa consistorial, cabildo y un alcalde. Santa Clara progresó lento. Con un maestro en sus anales de origen jamaicano, y campos con ganado, y un activo comercio de cueros y de carnes, y un molino de trigo, y calles polvorientas con nombres patronales, iglesias y pila bautismal, y plaza, y cementerios, y patriotas, literatos, poetas, músicos, cronistas, no muchas damas de abolengo, bomberos voluntarios, ferreteros, albañiles, acueducto y alcantarillado, cafetines, hosterías y hoteles, cines, ayuntamiento, teatros y ferias, mercados y verbenas.


No debe haber desmemoria con ella ni simple maquillaje de ocasiones, ni adoquines plásticos ni fiesta de efemérides, ni hijos de impostados juicios, ajenos a su historia y tradiciones, pilongos disfrazados.
Gloriosa, Santa y Clara como su patrona, es también Marta y es Guevara, y más que concreto, tejas y rasilla de casas y edificios, y más que mármol, piedra, losas y bronce de Plaza, nueva de estirpe americana.
Ella es mi ciudad, la llevo en la sangre, la acuno en mi cabeza.


Adoro sus hedores, sus tonos despintados el amor no impone condiciones. Por algo cuando viajo extraño sus sonidos, sus vías en penumbras, sus noches de luna ida, sus octubres de tímido celeste, su inédito verano de piscinas, su diciembre de batallas que me queman y abrazan.
Para unos, demasiado longeva y charlatana, mustia de agua, abigarrada, tacaña, sin donaire, desarraigada y ruidosa, con esa despreocupada tropa juvenil en su inventado malecón de La Caridad.
Para otros, cosmopolita, anciana transgresora, dama memorable, Alma de la Danza y la retreta, hija de dos ríos, de la Cruz del puente, de la bota del Niño, de la mística calabaza en la Pastora, de la virgen de Asís, de las fabulosas María y Nicolasa, de Vidal y Montegudo.
Santa Clara, la múltiple de luces y de sombras, a ultranza es la mía, la que se lleva adentro, del lado izquierdo de la caja del cuerpo; la que se sufre y disfruta. Terruño indispensable, sobrio y prudente: excelsa tiene el alma y me conquista a diario.