
Cuando la salud se agrieta, cambia, de forma radical, la forma en que se mira la vida. Las prioridades toman otro orden, más esencial, y cobra valor lo realmente importante.
Es duro despedir con un abrazo a un ser de los imprescindibles, mientras lo visten de verde y lo llevan para un lugar estéril del que quizás no saldrá.
Es duro besar en la frente a un hijo antes de una difícil operación y rogar en los pasillos por un milagro divino.
Es duro recibir el peor de los diagnósticos y saber que el reloj de arena pronto va a suspirar.
La familia experimenta un dolor hondo, mezclado con desespero, pero quien sufre en la carne las mordidas de la enfermedad se enfrenta al miedo atroz de no saber si hay mañana.
Ahí, en la sala fría que huele a alcohol, con lunares blancos sintéticos que tejen cables en el pecho. Ahí, conectado a un monitor del que escapa un pitido constante, rítmico, insoportable, ahí es donde todo cobra un nuevo sentido.
Entonces, agradeces a la enfermera joven, de espejuelos grandes, que te trata con cariño. Agradeces al intensivista, que vestido de salón y con gorro, se asoma a cada rato para verte y te dice: «No te preocupes, todo va a estar bien ».
En ese momento, vale oro la voz dulce de una doctora pediatra, experta en hacer latir el corazón de los pequeños, cuando te llama para darte aliento y preguntarte: « ¿Cómo estás? ».
Ves los cielos abiertos, a la entrada de un hospital, al encontrarte con el médico de tu pueblo. Te toma de la mano, y confías en él y en su capacidad de curar. Confías también en otro doctor que está pendiente de ti y en la mujer tan dulce, experta en las leyes de Mendel, que te abre las puertas de la oficina para calmarte con su sapiencia.
En los momentos difíciles, esos seres especiales se convierten en los ángeles que tanto pediste cuando le rogabas a Dios, en silencio, en medio de esa súplica herida y desesperada.
Desde ese instante se convierten en héroes de batas blancas que al terminar la guardia, la consulta, las horas de trabajo, tienen que ir a esperar el transporte público y llegan a la casa para atender a los niños pequeños, a la madre encamada. Mujeres y hombres que también dividen su sueldo entre 25 y asumen el reto de poner en la mesa un plato diario de comida.
Su labor no termina, ni siquiera en la noche, cuando tocan a su puerta con un bebé con fiebre o le avisan que algún vecino se desmayó.
Estos seres alados caminan por nuestras calles cada día. Los mejores dejan una huella de amor en sus pacientes. Pacientes que un día le toman de la mano, agradecidos, y le dicen: «Usted atendió a mi abuela ». «Usted operó a mi hermano ». «Usted salvó mi vida ».