Voluntad, divino tesoro

Son cientos los estudiantes, soldados y profesionales de estreno que, en Villa Clara, aceptaron voluntariamente lo desconocido como destino inmediato y dieron un salto de fe.

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Beatriz, junto a otros pediatras, enfermeros y voluntarios, en el hospital «Manuel Fajardo», celebrando el alta de uno de los primeros menores infectados con la COVID-19.
Beatriz, junto a otros pediatras, enfermeros y voluntarios, en el hospital «Manuel Fajardo», celebrando el alta de uno de los primeros menores infectados con la COVID-19. (Foto: Cortesía de la entrevistada)
Liena Marí­a Nieves Portal y Yinet Jiménez Hernández
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29 Mayo 2020

«El amor no puede permanecer en sí­ mismo. No tiene sentido. El amor tiene que ponerse en acción. Esa actividad nos llevará al servicio ».

Santa Teresa de Calcuta

Quien se imagine bajo la piel de la madre de alguno de ellos, mí­nimo, sentirá una punzada de callada tristeza y un brote inexplicable de amorosa vanagloria. Por jóvenes. Por queridos. Porque han vivido muy poco como para enviarlos a la boca del infierno; porque la niña no sabe de deberes ni de Wuhan ni de Santa Clara enferma; porque ni siquiera han tenido la oportunidad de llevar una vida en sus vientres y, sin embargo, empeñaron las suyas por una convicción compartida, tan sublime y predecible como la salida del Sol: alguien tení­a que hacerlo. Unos y otros coinciden, sin siquiera conocerse. Las mismas palabras de boca en boca. Conciencia. Deber. Esperanza. Cuba.

Son cientos los estudiantes, soldados y profesionales de estreno que, en Villa Clara, aceptaron voluntariamente lo desconocido como destino inmediato y dieron un salto de fe; patria y humanidad hechas de carne fresca. Lo sabemos: no bastan cinco historias para testimoniar lo que la COVID-19 ha despertado en un planeta que creí­a indiferentes a sus jóvenes, pero sirvan estas lí­neas para agradecerles, a ellos y sus familias, este acto sincero de amor al prójimo.    

Carlos Alberto Hernández Castillo, trabajador civil de las FAR. Actualmente pasa el Servicio Militar en el Comité Militar Municipal de Santa Clara

Carlos Alberto Hernández Castillo
Carlos Alberto Hernández Castillo. (Foto: Cortesí­a del entrevistado)

Yo vine a darme cuenta realmente del riesgo al que estuve expuesto durante los dí­as finales de la cuarentena, ya que mientras trabajaba no me dediqué a pensar en eso. Acepté la misión de ir como auxiliar de limpieza para la sala de Terapia Intensiva del Hospital Militar porque estaba seguro de que, con 19 años y por haber tenido siempre buena salud, si me contaminaba con la COVID-19 la habrí­a rebasado sin problemas.  

Soy responsable, y bastante. Aunque mis padres me hubieran pedido que no aceptara una tarea así­, no habrí­an cambiado mi decisión. Ellos me respetaron, a pesar de que se quedaron muy asustados y tristes, pero tampoco iban a influir en que me echara para atrás.

Mi peor miedo, obviamente, era contraer la enfermedad. Bueno, pensándolo bien, creo que mi mayor temor era fallar en mi trabajo, porque no contagiarme también era parte de mi labor allí­.

Yo no sé si a otras personas en esta misma situación les habrá ocurrido igual, pero estando en el hospital no sentí­a tanto el riesgo de enfermarme. Después de ponerme el traje blanco, los guantes, la careta, las botas, gorros y nasobucos, creo que nunca llegué a experimentar ese miedo tan grande que cuentan algunos. La primera vez que entré en la zona roja sí­ me puse nervioso, pero aprendí­ cómo tení­a que hacer las cosas y, después, todo se sintió bastante normal.

Lizandra Delgado Echemendí­a, estudiante de cuarto año de licenciatura en Enfermerí­a

Comencé a apoyar en la escuela Rolando Pérez Quintosa desde que la convirtieron en centro de aislamiento. Ahora funciona como sede temporal del Hogar de Ancianos Nro. 3 de Santa Clara, y continúo prestando servicios a los 39 abuelitos, junto a otras estudiantes de la especialidad.

Lizandra Delgado Echemendí­a
Lizandra Delgado Echemendí­a. (Foto: Cortesí­a de la entrevistada)
Lizandra Delgado Echemendí­a, Melisa Maura Pérez Dí­az y Claudia Beatriz Arteaga Gómez integran el team de 11 jóvenes enfermeras que apoyan las labores en el Hogar de Ancianos N.3.  (Foto: Cortesí­a de la entrevistada)

Con ayuda de las asistentes, nosotras trabajamos las 24 horas, aunque ajustamos los turnos para poder rendir más. Nuestro rol principal es que ellos se sientan cómodos, que estén limpios y tomen sus medicamentos en hora.

Podemos decir que la experiencia nos ha marcado mucho. Nuestros pacientes no tienen la compañí­a de sus familiares, por eso tenemos más responsabilidad que las otras veces en las que estuvimos de práctica. Aquí­ no se trata solo de técnica, sino de ser más humanos y brindar más amor.

Mi mamá y abuela están muy orgullosas de mí­. Ellas me han inculcado mucha paciencia por las personas de la tercera edad.

Me siento motivada cuando veo la alegrí­a de esos abuelos. Eso para mí­ lo es todo. Nos tratan como si fuéramos sus nietas.

Aunque hayamos tenido en algún momento temor por la COVID-19, esta fue la carrera que nosotros elegimos y tenemos que ser las primeras en todo.

Beatriz Rodrí­guez Sandeliz,   especialista de primer grado en Pediatrí­a

Fue en una guardia cuando, por primera vez, atendí­ al primer lactante sospechoso de COVD-19, que habí­a arribado desde Italia con sus padres. Pero no fue hasta el 13 de marzo que el Dr. Marbin Machado Dí­az y yo supimos que debí­amos asumir permanentemente la tarea, junto a los pediatras del Hospital Militar.

Al finalizar mi primera temporada, habí­a dejado 30 niños ingresados como casos positivos. En la segunda, atendí­ a tres.

Beatriz Rodrí­guez Sandeliz
Beatriz Rodrí­guez Sandeliz junto a su esposo. (Foto: Cortesí­a de la entrevistada)

Historias tengo muchas, pero tal vez la que más me ha marcado fue cuando recibí­ a una niña de 12 años, en horas de la madrugada, con PCR positivo. Se me echó a llorar. No tengo palabras para describir la impotencia que sentí­ en ese momento.

Para un adulto es aterrador entrar a un hospital y no poder verle el rostro a los médicos. Imagina para un niño. Al otro dí­a llegué devastada a la casa, muy conmovida, y eso me hizo escribir unas palabras en mi estado de WhatsApp, palabras que se convirtieron en virales.

Muchos malinterpretaron lo que dije: pensaban que culpaba a los padres. No lo hice con esa intención, sino para hacer reflexionar a todas las personas que incumplen las medidas de seguridad y, sin saber, ponen en peligro a los más pequeños.

Creo que nos tuvimos que desdoblar, convertirnos en padres y en psicólogos, aún sin serlo.

Sin dudas, la experiencia más bella es dar un alta: aplaudimos a cada niño y padre que egresan. En ese momento, piensas que le has ganado un paso a la muerte. Te sientes orgulloso de formar parte de esta batalla, de aportar tu pedacito.

Richar, Diana Rosa, Lizzy, Marvin y los demás pediatras; clí­nicos, enfermeros, personal de limpieza: todos nos hemos ayudado. Cada vez que alguien se viste para entrar en la zona roja, lo mismo repartimos comida, agua, medicamentos, que examinamos a los pacientes o conversamos con los niños y sus padres (a una distancia prudencial).

La carga psicológica es demasiado fuerte. Llevo más de dos meses sin ver a mi mamá y me pasé casi el mismo tiempo sin ver a mi abuela. El apoyo de todos, para mí­, ha sido crucial: eso es invaluable.

El amor todo lo puede, y realmente, sin el amor de nuestras familias, esta situación serí­a insostenible.

Julio Leduán González Garcí­a, ingeniero en Telecomunicaciones y Electrónica, especialista A del Departamento de Imageneologí­a

El Centro Provincial de Electromedicina tiene ingenieros, licenciados y técnicos de distintas ramas. En este perí­odo de la COVID-19, muchos de mis compañeros repararon equipos de PCR e instalaron máquinas de hemodiálisis dentro de la sala de pacientes positivos, entre otras acciones importantes.

Julio Leduán González Garcí­a
Julio Leduán González Garcí­a acompañado de su esposa e hija. (Foto: Cortesí­a del entrevistado)

Los de la especialidad de Imageneologí­a  tuvimos que arreglar, en cuatro ocasiones, los dos Rayos X portátiles del Hospital Militar, además de los del «Celestino Hernández Robau ». También, instalamos el digitalizador de Rayos X en terapia intensiva del «Militar », para que la calidad de la radiografí­a fuese superior.

A cada paciente positivo se le debe hacer una radiografí­a evolutiva diaria de tórax en su propia cama. Entré a la zona roja y trabajé con los dispositivos que estuvieron en contacto con ellos, los cuales tení­amos que desinfectar antes de abrirlos.

Después de entrar por primera vez al «Manuel Fajardo », mi esposa y yo tomamos la decisión de que ella y la niña fueran a vivir para la casa de mis suegros. Estuvimos 60 dí­as separados. Yo iba a verlas cada dos semanas, tomando todas las medidas posibles: nasobuco dentro de la casa y cero contacto fí­sico.

Ismaray Rosada Lantigua, especialista de Recursos Humanos en la Escuela Militar «Camilo Cienfuegos »

El dí­a que nos comunicaron la tarea y que di el consentimiento para asumirla, a la hora de dormir consulté con mi almohada y me asaltaron un sinfí­n de dudas relacionadas con el vuelco que habí­a dado mi vida en cuestión de horas. Sin embargo, el miedo real me llegó cuando comencé a realizar mi primer protocolo para vestirme e ingresar en la zona roja. Al entrar al cubí­culo donde se encontraban los pacientes graves dudé por un segundo, pero me dije a mí­ misma: «ellos te necesitan ». Me sobrepuse y cumplí­ con mi cometido lo mejor que pude.

Tuve que sacar todo el coraje que llevo dentro, ya que me enfrenté a una situación a la que no estaba acostumbrada y a la cual siempre temí­: siento algo así­ como una especie de fobia por todo lo relacionado con los hospitales. Por eso, para lograr trabajar cerca de pacientes en estado crí­tico, conectados a equipos de ventilación, tomé como iniciativa no mirarlos, actitud que hoy me cuestiono y por la cual me tacho de egoí­sta, porque pienso que quizás, si me hubiese acercado a alguno de ellos, le hubiese transmitido seguridad y valor para combatir la enfermedad y volver junto a su familia.

Imaray Rosada Lantigua. (Foto: Cortesí­a de la entrevistada)

Por mí­ nunca sentí­ temor, ya que fui muy consciente al asumir con todo el rigor cada una de las medidas de protección. Eso me dio confianza, aunque mis miedos siempre giraron en torno a mi familia. Mis padres son unos ancianos de 70 y 79 años de edad. Nunca pensé que uno de ellos fuera a reprochar mi decisión, pero de haber sido así­ les hubiese explicado la necesidad e importancia de la labor que iba a cumplir, y si no obstante tampoco me entendí­an, me habrí­a marchado con el dolor de su incomprensión, aunque sin remordimientos y segura de que estaba haciendo lo correcto. Además, sabí­a que mi hermano y mi esposo no permitirí­an que a ellos les faltara nada, ni espiritual ni material.

Es cierto lo que dicen sobre que, cuando una vive algo como esto, se valoran de manera más positiva los sucesos buenos de la vida, y crece el valor para enfrentar los desafí­os que esta te impone. Se aprecian, fundamentalmente, la solidaridad y el altruismo, y albergo la esperanza de que cuando le ganemos la batalla a la COVID- 19, en el mundo existan muchas más personas que ostenten estos valores.

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