No es por rencor que hablo de la noche

El poeta villaclareño Carlos Galindo Lena cumplirí­a 90 años este 22 de mayo. Sirva este texto como homenaje al destacado literato.

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Portada de libro de Carlos Galindo
(Fotocopia: Tomada de Internet).
Por Yandrey Lay Fabregat
1722
23 Mayo 2017

En sus últimos años se quejaba de que nadie querí­a prestarle libros, que no le gustaba la poesí­a cubana del momento y que no lograba publicar los cinco o seis poemarios que tení­a inéditos. Sin embargo, durante toda su vida fue un hombre callado, que evitaba las discusiones y que hizo poco por obtener la consagración literaria. Estuvo dos décadas sin escribir ni publicar poesí­a, fue miliciano durante la Limpia del Escambray y dejó la mayor parte de sus fuerzas como profesor de Español-Literatura en el preuniversitario Osvaldo Herrera.

Era un maestro raro. Hablaba de los grandes escritores como si los conociera personalmente y vení­a a clase con una pipa que nunca encendí­a. Los alumnos correspondí­an a su rareza con amabilidad: hací­an silencio cuando lo veí­an aparecer en el aula enormí­sima y algunas muchachitas creyeron haberse enamorado de él. Varios de los poetas que tiene hoy Santa Clara entraron de su mano por la puerta de la literatura.

Su figura no tení­a nada de particular. Era bajo y un poco grueso, sin llegar a ser gordo. Tení­a la nariz aguileña y la barbilla partida en dos. En una época que abominaba el protocolo, él se vestí­a como un auténtico burgués: camisa y pantalón con pinzas. Tení­a uno de esos nombres que uno considera adecuados para un escritor: Carlos Galindo Lena.

Parte del encanto residí­a en su capacidad de pensar en voz alta, de hacer llegar al público una experiencia vital alejada del estruendo, la lentejuela, el espectáculo. Eso tuvo su costo, por supuesto. Cuando sus compañeros de generación publicaban «Himno a las milicias » y «En tiempos difí­ciles », él escribí­a «dar muerte o recibir la muerte es siempre triste ». De ahí­ sus 20 años de silencio y su exclusión de polémicas, autocrí­ticas y reivindicaciones.

Pero Galindo jamás aprendió la lección o, mejor dicho, insistió calladamente en batirse a la defensiva. No vacilaba en afirmar que la antologí­a de la generación de los 50, donde aparecen 22 poemas suyos, se hizo a sus espaldas, igual que la edición de Letras Cubanas de su libro Mortal como una paloma en pleno vuelo. «Yo hubiera hecho una selección rigurosa », dijo al profesor universitario José Domí­nguez en la última entrevista que concedió.

La poesí­a parecí­a ser menos importante para él que la vida. Perfectamente podí­a extraviar cientos de poemas o un libro ya terminado. Sin embargo, se ocupó en formar una familia y mantenerla unida. Puso su interés en cosas minúsculas, como dedicarle todos sus poemarios a su esposa, Edelsa, y en buscar verdades universales. Y aunque no hubo grandes premios para él, excepto el de la Crí­tica y la peregrina intención de nominarlo al Premio Nacional de Literatura, en algún momento sus esfuerzos se vieron recompensados por el éxito.

Comprendió que lo eterno también es efí­mero, pero en una dimensión desconocida.

Que siempre es preferible el mundo de los sueños, porque la razón conduce a una vida apacible y al acatamiento, no sin lucha, de un mundo regido por intereses, inmoralidad, crí­menes y mentiras.

Que cuando uno alcanza cierto grado de sensibilidad, y la belleza se le revela como una fuerza de equilibrio universal, entonces el sexo es también espí­ritu.

Que los enemigos del espí­ritu del hombre son también los enemigos de su libertad.

Que la aparente diversidad no es más que la confirmación de la unicidad, y que el hombre se deja atrapar por contradicciones aparentes para justificar su egoí­smo, su apatí­a, su falta de espí­ritu y de fe.

Que, si uno prostituye su cuerpo, aún puede salvar su alma; pero que, si se prostituye el alma, entonces ya no queda nada por salvar.

Es comprensible que esta poesí­a del sosiego no generara entusiasmo en nuestra siempre cambiante república de las letras. Galindo jamás se puso a favor o en contra de nadie, no aparece en manifiestos grupales, no formó escuela, ni dirigió una institución cultural. Su existencia se desarrolló como en un claustro, entre Caibarién y Santa Clara, y ni siquiera en los 27 años que vivió en La Habana hizo demasiado por su poesí­a. De su escasa difusión son responsables los poetas villaclareños y su amigo Francisco de Oraá, Premio Nacional de Literatura.  

Toda su vida fue un extraño profesor de Español-Literatura que ocasionalmente hací­a versos. Es raro aquel de sus libros que sobrepase las cien cuartillas. Las verdades que encontró son difí­ciles de digerir, de aceptar o de aplicar en la existencia cotidiana. Asombran, eso sí­, por lo luminoso, por lo mágico y lo esplendente de pensar que hay cierto encanto en la inmovilidad, el horror o la derrota.

A 90 años de su nacimiento, Carlos Galindo Lena aún espera a su lector.

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