Lejos están aquellos tiempos en que el respeto a los padres, al maestro y a las personas mayores, regían la conducta de los niños y jóvenes. Por disimiles razones, las normas de conducta y los valores que marcaron a generaciones enteras de cubanos se han resquebrajado, a partir de la compleja situación económica que vive el país y los cambios que se han producido a nivel global, en especial la introducción de nuevas tecnologías que devoran el tiempo de las personas que las consumen.
Un saludo cortés, el agradecimiento ante una buena acción, pedir permiso o acoger una crítica oportuna de manera respetuosa y constructiva, no son frecuentes en nuestros días. Ahora lo que prima en algunos es el irrespeto a las normas de convivencia ciudadana, la chabacanería y otras acciones que denotan falta de educación.
Claro que no son todos. Todavía quedan muchísimas personas, jóvenes y no tan jóvenes, que, junto a sus niveles de instrucción, son portadores de gestos y conductas que denotan haber recibido de mamá y papá, de su escuela y de la comunidad en la que habitan, una influencia positiva, la cual se trasformó en valores ciudadanos para toda la vida.
Cerrar los ojos ante tales fenómenos en nada ayuda. Los apremios que vive ahora mismo la familia cubana, marcada por carencias de todo tipo, realidades que también han marcado a la escuela y a la sociedad en general, conlleva a pensar en acciones diferentes, que contribuyan a rescatar los valores que nos han traído hasta aquí.
En ese caso, una de las primeras cosas que debemos redimir es el papel de la familia en la educación de los hijos, que constituye la base sobre la cual se construye todo el desarrollo integral del ser humano. Lejos de ser un mero complemento de la escuela, la familia es el primer y más importante agente educativo, donde se forjan los cimientos emocionales, éticos y sociales que determinarán la trayectoria futura del individuo.
Ella es el espacio primario de socialización y transmisión de valores. Es allí donde los niños aprenden, mediante el ejemplo y la convivencia, principios como el respeto, la empatía, la responsabilidad y la honestidad. Esos aprendizajes, que ocurren en la cotidianidad, son tan cruciales como los contenidos académicos que luego recibirán en la escuela.
Mas, ello no basta para lograr el sano propósito de contar con una sociedad como la que soñamos, hay que forjar una relación entre familia, escuela y sociedad colaborativa, complementaria y coherente, que contribuya al desarrollo integral de niños y jóvenes.
Puede que el menor se desarrolle en el marco de una familia ejemplar; sin embargo, si los otros dos eslabones fallan, todo estará perdido. En el centro educativo, el joven desarrollará competencias cognitivas, sociales y emocionales, además de aprender a convivir en diversidad, mientras la sociedad (medios, instituciones, comunidad) ofrece oportunidades y modelos de referencia, además de proporcionar recursos complementarios que le servirán para toda la vida.
Por eso no está de más reiterar que la educación es una tarea compartida que requiere que esos tres actores asuman su responsabilidad de manera coordinada. Solo mediante una alianza educativa basada en la confianza, el diálogo y la corresponsabilidad podremos formar personas capaces de desenvolverse en un mundo complejo, manteniendo su identidad mientras contribuyen al bien común.