
Forjadora de sueños y personalidades, moldeadora de actitudes y aptitudes, así es ella: maestra como ninguna.
Nunca la vi inactiva, ociosa o con desgano. Sus cabellos casi blancos revoloteaban entre los pupitres. En un balbucear de vocales, consonantes, sumas y restas, cotizaba caricias, consejos, elogios y algún pellizquito de oreja. Pero nunca hubo afrentas, solo alabanza y respeto.
A su imagen y semejanza nos trastocábamos todos en un combate escuela-hogar, siempre ganado por ella, guerrera de tizas y borrador. Esa que buscaba la belleza del alma, y cuesta arriba llevaba nuestros anhelos en un impulso titánico de vernos grandes de intelecto, bondad y realización personal.
Estuvo ahí cuando aprendí a leer y puso en mis manos El principito. Clara como un sol y fuerte como un muro me acunó tras aquella torpe caída que me hizo sangrar y enjugó mis lágrimas con un beso en la sien.

Habitó a nuestro lado mientras nos identificábamos con pañoletas de rojo y azul, y más de una vez llenó la jabita vacía con merienda. Nos impulsó a cultivar las artes, el deporte, la ortografía; revisó cada día la lección extracurricular de leer un buen libro, sembrar un árbol y sentirse útil.
Maga, excepcional y única la sentíamos nuestra, y cada flor tenía su nombre. Paciente, nos regó con sabiduría y afán generoso, sin miedo a la inminente partida. «El germen de los conceptos que aplicará en la adultez se forma desde que el niño nace »; dijo en aquella reunión de padres que escudriñamos detrás de la puerta.
Cada jornada se engalanaba de pequeños e instintivos abrazos y las tonterías infantiles de quienes la imitábamos hasta en el caminar. No necesitábamos de diciembre para homenajearla. Siempre adoramos su paciencia para desterrarnos de culpas y sacar la enseñanza en cada desacierto, para pintarnos de colores la mañana triste.
No sabíamos entonces que tiempos atrás se había arrancado la prisa y la había echado a volar; que se escurrió las mezquindades propias del humano y revistió de altruismo y virtud sus pecados. ívida de afecto y con un corazón tan grande como para que cupiera un enjambre de infantes; efusiva y a sabiendas de encontrar su felicidad mayor en la superación y el progreso de otros, se hizo maestra.
Fusta recogerá quien siembra fusta: besos recogerá quien siembra besos, sentenció José Martí; y así expresaba ella al acunar sus locos bajitos devenidos médicos, ingenieros, constructores, artistas, abogados, periodistas.
La llamaría Nereida, Teresa, María Esther, Caridad, Frank, Grisel, María Isabel, Mercedes o Pedro y no acertaría. Así es ella, o ellas (os). Intento recordar su nombre y las letras se desdibujan. Hoy solo alcanzo a sentirme agradecida y deudora.