Plenilunio martiano

He crecido, soy mujer. En las noches de enero, Martí­ me llega en plenilunio de lumbres juveniles, proa al futuro.

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Ilustración de Linares sobre etapas de la vida de José Martí.
(Ilustración: Adalberto Linares)
Claudia Yera Jaime
Claudia Yera Jaime
1683
27 Enero 2018

De niña, cada 28 de enero corrí­a hacia la escuela ataviada con aro, balde y paleta. Entonaba los versos sencillos y escribí­a poemas al amigo de La Edad de Oro. A mi corta edad  veí­a a nuestro Apóstol como un paradigma salvador, mas no lograba asumir la totalidad de su imagen humana.

«El amor, madre, a la patria no es el amor ridí­culo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas, es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca », leyó aquella maestra de primaria y comprendí­ sin caer en chovinismo o posturas narcisistas que lo propio de nuestro paí­s es lo mejor en cualquier aspecto. Serí­an el sentido de propiedad, la entrega sin lí­mites, el sacrificio de anteponer los deseos y necesidades individuales ante el interés colectivo, los elementos que harí­an perdurar la república martiana.

Mas, Martí­ fue cambiando, desdibujándose de dios en humano, corporizándose como hijo, padre y amante, sin aureola, pero pletórico de dignidad y altruismo. De pequeño se divertí­a con los animales y disfrutaba de la naturaleza. Ya joven, vestí­a de negro, sí­mbolo de luto por la Cuba esclava. Sus ojos no eran negros, sino pardos, del color de las olas, desde lo oscuro hasta lo claro, desde pardo a verde mar.

No era tan grande su cabeza como le han dado los escultores para simbolizar mejor el pensamiento genial del Apóstol. Su frente sí­, notablemente alta y despejada; sus cejas, pobladas; grueso el bigote.

Como intelectual y artista tení­a las manos finas y afiladas. Inquieto y nervioso era, frágil de cuerpo, precario de salud, rápido al andar; viví­a errante, sin casa, sin baúl, sin ropas. Dormí­a en el hogar de un amigo o en el hotel más cercano a donde le llegara la noche. Comí­a donde fuera mejor y más barato, ordenaba una comida admirable y, sin embargo, ingerí­a poco.

Cubano de raí­z, ni tan diferente ni tan aislado en el tiempo. Para mí­ nada ausente, sino metamorfoseado.

Lo veo cada dí­a al salir a la calle, en el obrero que trabaja de cara al sol, ese que rechaza lo infructuoso, y compone lo yermo y baldí­o. «Ocuparse en lo fácil cuando se tienen brí­os para intentar lo difí­cil, es despojar de su dignidad al talento », dijo el Maestro.

El Martí­ que torna a diario en un pueblo de emprendedores; en la mujer, que vale por sus méritos y no por seducciones vergonzosas.

Lo encuentro en el trovador que musicaliza los versos sencillos, o en el orador que «se emplea sin rezagos de interés propio ni pujos de autoridad confesos u ocultos » para describir una isla pujante de virtudes.

He crecido, soy mujer. En las noches de enero, Martí­ me llega en plenilunio de lumbres juveniles, proa al futuro.

Hoy, a 165 años de su natalicio, comprendo que no se trata solo de un gran hombre, sino de que fue sencillamente hombre… en la más cabal y olvidada acepción del término.

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