
De niña, cada 28 de enero corría hacia la escuela ataviada con aro, balde y paleta. Entonaba los versos sencillos y escribía poemas al amigo de La Edad de Oro. A mi corta edad veía a nuestro Apóstol como un paradigma salvador, mas no lograba asumir la totalidad de su imagen humana.
«El amor, madre, a la patria no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas, es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca », leyó aquella maestra de primaria y comprendí sin caer en chovinismo o posturas narcisistas que lo propio de nuestro país es lo mejor en cualquier aspecto. Serían el sentido de propiedad, la entrega sin límites, el sacrificio de anteponer los deseos y necesidades individuales ante el interés colectivo, los elementos que harían perdurar la república martiana.
Mas, Martí fue cambiando, desdibujándose de dios en humano, corporizándose como hijo, padre y amante, sin aureola, pero pletórico de dignidad y altruismo. De pequeño se divertía con los animales y disfrutaba de la naturaleza. Ya joven, vestía de negro, símbolo de luto por la Cuba esclava. Sus ojos no eran negros, sino pardos, del color de las olas, desde lo oscuro hasta lo claro, desde pardo a verde mar.
No era tan grande su cabeza como le han dado los escultores para simbolizar mejor el pensamiento genial del Apóstol. Su frente sí, notablemente alta y despejada; sus cejas, pobladas; grueso el bigote.
Como intelectual y artista tenía las manos finas y afiladas. Inquieto y nervioso era, frágil de cuerpo, precario de salud, rápido al andar; vivía errante, sin casa, sin baúl, sin ropas. Dormía en el hogar de un amigo o en el hotel más cercano a donde le llegara la noche. Comía donde fuera mejor y más barato, ordenaba una comida admirable y, sin embargo, ingería poco.
Cubano de raíz, ni tan diferente ni tan aislado en el tiempo. Para mí nada ausente, sino metamorfoseado.
Lo veo cada día al salir a la calle, en el obrero que trabaja de cara al sol, ese que rechaza lo infructuoso, y compone lo yermo y baldío. «Ocuparse en lo fácil cuando se tienen bríos para intentar lo difícil, es despojar de su dignidad al talento », dijo el Maestro.
El Martí que torna a diario en un pueblo de emprendedores; en la mujer, que vale por sus méritos y no por seducciones vergonzosas.
Lo encuentro en el trovador que musicaliza los versos sencillos, o en el orador que «se emplea sin rezagos de interés propio ni pujos de autoridad confesos u ocultos » para describir una isla pujante de virtudes.
He crecido, soy mujer. En las noches de enero, Martí me llega en plenilunio de lumbres juveniles, proa al futuro.
Hoy, a 165 años de su natalicio, comprendo que no se trata solo de un gran hombre, sino de que fue sencillamente hombre… en la más cabal y olvidada acepción del término.