Mi guerra, mi batalla

Desde el recuerdo, un relato muy personal de los dí­as que precedieron el asedio y liberación de Santa Clara.

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Descarrilamiento del tren blindado de la tiranía Batistiana.
Mercedes Rodríguez García
Mercedes Rodrí­guez Garcí­a
2345
30 Diciembre 2018

«La toma de Santa Clara fue un acto supremo de audacia. […] El éxito de la misión dependió de las experiencias acumuladas por los comandantes, de la confianza absoluta que tení­amos todos en el cumplimiento de la orden de Fidel, de la inteligencia y las dotes militares y polí­ticas del Che y de Camilo… »

Rogelio Acevedo González, general de división de la Reserva de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
 

Calle bloqueada pra facitilar la liberación de Santa Clara.
Barricada en calle Hospital, en apoyo al Ejército Rebelde.
El pueblo obstruyó el paso de la tiraní­a con la colocación de barricadas. (Fotos: José Oscar Barrero del Valle (Pepito Barrero)

 

Por aquellos dí­as, como sucedí­a cuando se avecinaba un ciclón o   un temporal, comenzó en la casa un desacostumbrado avituallamiento de velas, cajas de fósforos, pilas, alimentos en conserva, galletas, barras de dulce de guayaba y tabletas de chocolate, que mis previsoras tí­as iban colocando, como piezas de un rompecabezas, en cajas de cartón atadas con cabuya.

Debió haber sido a principios de diciembre de 1958, cuando las vidrieras de las tiendas lucí­an motivos navideños y gran variedad de juguetes para el Dí­a de Reyes. Y lo recuerdo muy bien porque ya casi tení­a terminada mi cartica para Melchor, Gaspar y Baltasar con un largo pedido de regalos que debí­an traerme el 6 de enero.

Pero además, porque las cajas arrinconadas en el comedor iban mermando con los dí­as, sin que pudiera haber realizado aún «el asalto al convoy » que habí­a planificado en solitario cuando todos durmieran, tentada por las golosinas que mi no menos golosa imaginación calculaba dentro, y a contrapelo del «no se te ocurra tocarlas, Merceditas », advertido una y otra vez por tí­a Teresa.

Para esta fecha apenas cabí­amos en la casa de la calle Anderson no. 14 e/ Sí­ndico y Caridad, ocupada itinerantemente por mis padres y hermano, y algunas veces por ciertos «tí­o de Oriente » o «primo del campo », susodichos que siempre llegaban y partí­an misteriosamente a «algún lugar de Cuba », y nunca con las manos vací­as.

Y no lo he olvidado porque esperando a los Reyes Magos se me habí­an espabilado los ojos, que a la edad de 7 años ya alardeaban de fisgones, inquisitivos y soñadores.  

Elfos y dragones  

Fue un mediodí­a en que hací­a mucho frí­o cuando abuela, con el farol en una mano y un paquete de velas bajo el brazo, nos llevó a su cuarto y nos pidió estarnos tranquilos porque «la cosa está que arde ». Y enseguida, como si se tratara de un comunicado, informó.

Viene la guerra y van a bombardear, así­ que nos iremos para otra casa porque a la Shell le van a dar candela.

Casa dañada por bombardeo durante la Batalla de Santa Clara.
Muchas casas fueron dañadas por los bombardeos en la ciudad de Santa Clara.  (Foto:  José Oscar Barrero  del Valle (Pepito Barrero).

¿Guerra? ¿Bombardeo? ¡Candela..!, palabras que no precisaba muy bien, pero que entendí­ como la llegada de una legión de elfos cabalgando sobre dragones y disparando bolas de fuego y gases sobre el servicentro del fondo.

Ya no habí­a luz, ni agua, y según escuchaba decir a mi papá, ni carreteras, ni lí­neas, ni puentes. Por eso Lidia mi prima nefrótica no habí­a podido viajar por tren a su turno con el doctor Galán, en La Habana. Y tampoco habrí­a Nochebuena en la finca de los tí­os polí­ticos, en Sagua la Chica; ni excursión a Casilda, ni parrandas en Remedios, ni paseo dominical en coche. Todo por culpa de la guerra, la guerra, la guerra…

  « ¿Y qué es la guerra, Tata? », me preguntaba Lidia, siempre tan obediente y apocada.

¡Y qué sabí­a yo de guerra más allá de las que armaban mi hermano y mis primos con sus pieles rojas y cowboys, arcos y flechas,   pistolitas de agua y revólveres de chirampí­n, contra mis rubias «Lily », de plástico y vinil, y una sola, una sola y rara negrita de la misma fábrica nacional de muñecas, regalo de una amiga jamaicana de tí­a Erundina, hermana de mi abuela.

La guerra, la de verdad, llegó a Santa Clara antes de lo esperado, y a mi casa, cuando se aparecieron dos policí­as a registrarla. No me parece que buscaran mucho, pues, luego de tí­a Mary abrirles el librero y uno de los escaparates, se marcharon no sin antes «cruzar espadas » con mi padre, quien les recriminó el no dar las buenas horas y entrar armados donde habí­a niños.

Y según me contaba tí­a Mary, papá «se salvó en tablitas » porque abuela les brindó café y les enseñó su cédula de votación a los guardias, y a «Anael le dio por tragarse la lengua ». Y es que a mi padre lo tení­an entre ceja y ceja «por bocón y agitador ». Y aunque siempre lo consideré un hombre de pocas palabras y más bien tranquilo, molesto era muy intempestivo. (Lo comprobé la única vez en la vida que le solté una palabrota, y la única vez en la vida que me levantó la mano).

En definitiva, los policí­as solo pidieron permiso para subirse a la frondosa mata de mangos trinitarios que crecí­a en el patio, de cara a la Carretera Central, y desde la altura, controlar cualquier movimiento en el área.

« ¡Solavaya!, llévatelos, viento de agua! », comenzó a gritar tí­a Mary luego de asegurarse de que ya habí­an doblado la esquina, y de pasar los pestillos a la puerta y los postigos.

¡Solavaya, solavaya, solavayaaaa! la imitamos mi hermano y yo, dando brincos y tirándole de la saya.

Esa noche nadie pegó los ojos. Al otro dí­a por la mañana, «armados hasta los dientes », vinieron y plantaron atalaya en la mata de mangos. Abuela les habí­a llenado un termo con café, y antes de acomodarse lo más arriba que pudieron trepar, se lo alcanzó. Lo más rápido que pudo muy ágil para su edad, cerró puertas y ventanas del portal trasero, y cogió para el baño donde estábamos encerrados junto con papá. Ya afuera, otra orden, esta vez en boca de mi madre, tan divertida y práctica como tí­a Mary.

Tropilla mí­a, levantamos campamento, orinen y hagan caca antes, que nos largamos para la tintorerí­a; cojan todas las almohadas y se las ponen en la cabeza.

¿Para qué? pregunté.

Está lloviznando. Tú, Marí­a Mercedes, lleva la bolsita con las medicinas de Lidia y no la sueltes por nada del mundo; Anaelito, ¡ni un juguete!, nada más, en un cartucho, los colores y una libreta…

Y las bolas, los palitos chinos de Tata y los yaquis de Lidia.

Está bien, pero rápido, rapidito, que ya no queda casi nadie en la cuadra, pues se fueron para el sótano de Monagas.

Habí­an esperado demasiado. Era domingo 28 de diciembre y la guerra anunciada la vivirí­amos en familia.  

Escapada y campamento  

Por la calle Caridad subimos loma arriba cinco cuadras hasta La Elegante, el más grande y moderno establecimiento de lavado y planchado de ropa, propiedad de tí­o Eliseo, esposo de tí­a Ramona, hermana de mamá. Al lado, la cafeterí­a de Consuelo y Redondo, y haciendo esquina, una bodega de chinos. Todo cerrado a cal y canto.

íbamos corriendo, y a mi prima, atacada en llanto, tuvo que cargarla mi papá. Sus padres no habí­an podido salir de Remedios, donde se encontraban «varados en casa de los Torres ». La mamá, tí­a Olga, era maestra rural en un lugar que le decí­an El Bajo, y tí­o Gonzalo, el papá, colono, el más chico de 11 hermanos cultivadores de caña y frutos menores. A Santa Clara llegarí­an   dos o tres dí­as antes que los Reyes Magos, y sin regalos.

Lo peor de aquella escapada loca sucedió cuando cruzábamos la calle Villuendas, abocadas la cárcel y la Audiencia. De dónde salió la bala, no sé, pero atravesó una lata de leche condensada que llevaba mi mamá en la mano. Enseguida mi hermano y yo nos tiramos para recogerla y chuparla, pero creo que fue tí­a Mary quien nos levantó en peso y nos metió por una tronera en la pared de una gallerí­a que habí­a rematando la acera contraria. Años después de fabuladora que era, mi mamá engrandecerí­a los hechos diciendo a todos que a ella la habí­an ametrallado durante la Batalla de Santa Clara.

Nos faltaban casi dos cuadras para llegar a la tintorerí­a, de modo que pasado el susto arrancamos en tres grupos: delante, mi abuela con tí­a Teresa y Lidia, que tení­a ganas de vomitar; después, papi, mami, y mi hermano, y finalmente, tí­a Mary y yo, con dos o tres cosas de las que habí­amos recuperado de la jaba tiroteada.

Combatientes y pueblo celebran el triunfo rebelde en la Batalla de Santa Clara.
La celebración del triunfo. (Foto: José Oscar Barrero del Valle (Pepito Barrero).

Al fin, sanos y salvos llegamos a la tintorerí­a. Aquello era un campamento. Además de tí­a Ramona, tí­o Eliseo y mis tres primos Eliseí­to, Sonia y Nerelys, y tí­o Felipe, el más chico de mis tí­os maternos, se habí­a quedado el Chino, un planchador amulatado con bí­ceps y espalda de levantador de pesas, muy comprometido con los rebeldes, y la familia de Blanca, la otra hermana de mi mamá; tí­o Alberto, el esposo, y mis primos Rafaelito y Albertico. En total, 19 personas.

Fue allí­ donde pasamos las horas más duras de cuatro dí­as de asedio a la ciudad: el anunciado bombardeo y el tiroteo, y la ausencia de alimentos que, a pesar de las cajas acopiadas por mi familia y trasladadas desde antes, impedí­a calmar los estómagos.

Entonces los hombres del «campamento Elegante » así­ le puso tí­a Mary a la tintorerí­a y unos cuantos rebeldes que se encontraban envasando combustible para llevárselo en latas de aceite de carbón, empezaron a romper las paredes hasta alcanzar la bodega de Los Chinos, de donde trajeron un saco de arroz, uno de garbanzos, algunas latas de puré de tomate, manteca, sal, azúcar prieta y muchos paqueticos de nailon con camarones secos, que no recuerdo llegaran a cocinarse.

Lo que nunca escaseó fue el agua potable, pues la del pozo era de muy buena calidad. Para el aseo personal el elemental y siempre la misma ropa se utilizó la acumulada para el lavado en dos enormes tanques de cemento bajo la vigilancia restrictiva de tí­o Felipe.

Rebusco en mi memoria y lo último que comí­ ¿caliente?, en una lata al lado de mi prima Lidia, que llevaba una alimentación especial, sin sal y sin grasa,   fue un poco de raspa de arroz con frijoles negros, y para colmo, no pude terminar porque en eso apareció el Chino con su «comunicado » número…

Vamos, vamos, ¡para abajo de las camas todos!, vuelven los aviones. Aprieten la boca y métanse los dedos en los oí­dos.

Aquel debió haber sido el dí­a que tiraron una bomba en la cercana Audiencia, porque me pareció como si las paredes se abrieran y el techo viniera abajo.

Tata, ¿cuándo se van los aviones? me preguntaba sollozando, con su naricita colorada, mi pobre prima Lidia.

Y ¡qué sabí­a yo de B-26, F-47 y Sea Fury! Pero la consolaba: «Mañana, Lili, mañana, junto con la luna ».

El ametrallamiento desde el aire «sonaba » distinto y era peor porque duraba más y habí­a que permanecer unos contra otros sobre el frí­o y húmedo piso, debajo de aquellos polvorientos colchones y colchonetas. Cuando los aviones dejaban de volar, salí­amos estornudando a soplarnos las narices en la ropa que no habí­a sido entregada a los clientes y que colgaba por todas partes. Y de ahí­, al traspatio, a recoger los casquillos de las calibre 30 y 50.

En realidad, la aviación no pudo hacer mucho daño a los rebeldes, pero hostigaba a todo lo que se moviera en las calles de la ciudad fuera de las posiciones del ejército batistiano, lo cual causó varios muertos entre civiles y destruyó casas.

Tampoco pudieron causar el efecto deseado los tanques y tanquetas, impedido su avance por las barricadas que formaban todo tipo de vehí­culos atravesados en las calles principales. Fue en un Chevrolet que estaba parqueado por el Paseo de la Paz, a despecho de los francotiradores, donde el Chino y mi papá se encontraron un reloj de pulsera nuevecito y una billetera con 100 pesos, que eufóricos trajeron para la casa.

Y perdonen si en la distancia del tiempo transcurrido he de- sordenado hechos y situaciones, o los he «adornado » con adjetivos inapropiados.

Quienes cuestionen mi memoria infantil, son injustos. Mientras vivieron, mis mayores se encargaron de mantenérmela viva. Principalmente mi padre, que lo anotaba todo, y Zoila, mi madre fabuladora, que muy pintorescamente me contaba sus «hazañas protagónicas » y la de sus «valientes » cuñadas y hermanas durante la guerra.

¡Ah!, la guerra. O al menos aquella, la mí­a, que fue también mi Batalla, terminó con el año nuevo.

Felices y dichosos por encontrarnos sanos y salvos, salimos todos para la calle Colón a recibir a los rebeldes que, victoriosos, avanzaban hacia la plaza central. Iban sobre jeeps, autos y camiones, con sus fusiles en alto o asomados por las ventanillas, barbudos, vestidos de verde olivo, llenos de collares de semillas de Santa Juana y de peoní­as rojinegras, de crucifijos, medallas y rosarios; cruzadas al pecho las cananas, tocados con cascos, boinas, gorras y sombreros…

Créanmelo. De todas las imágenes de la Revolución, es la más ví­vida, romántica y sublime que retengo.

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