
Debió ser muy raro llegar a una ciudad de carnes expuestas y calores de infierno: La Habana, 1917. Entre Cantón y Cuba, más de 8450 millas de mar y tierra, el picor nostálgico del emigrado pobre, y un nombre nuevo como primer paso de la adopción. Se llamaría Pedro, Pedro Chou, y viviría en Cienfuegos, donde conoció a una cubana hija de isleños. Con ella criaría a una familia de seis varones. El quinto muchacho, Rolando, El Chino, ya trabajaba en un taller de carteles lumínicos «Anuncios Machín » cuando sobre el labio superior no se le advertía ni asomo de bigote. Era 1955 y tenía 16 años.
Cosa extraña resulta también que un padre y un hijo pierdan la vida el mismo día, en un vehículo compartido con ocho personas más; que uno vaya manejando y el otro esté sentado al fondo, y que en el accidente solo mueran los unidos por la sangre.
Cuatro hermanos huérfanos y una madre destrozada. La penuria, que nunca antes fue un problema porque papá era profesor del colegio Hnos. Maristas y maquinista en un central azucarero, mostró los colmillos en medio del dolor. Margarita, la segunda de las tres hijas, estudiaba entonces en las Teresianas, allí mismo impartía clases y, con el salario, pagaba sus lecciones de piano, pero la tragedia convirtió a la música en un lujo que no podían permitirse.
Sin embargo, Margarita ya tenía a Rolando. En 1955, con 13 años, él le había hablado por primera vez. Recuerdan que estaban en un parque, había un carrusel de fondo y les temblaban las manos. Uno de los hermanos de Rolando estudiaba con ella, aunque no le contó nunca sobre sus sentimientos hacia la muchacha. La veía pasar a diario, cuando caminaba hacia la academia donde Rafael Lay era profesor, escuchaba sus prácticas al piano y la amaba en silencio.
¿Por qué apostar todas las cartas al primer noviazgo en la vida de ambos?
Porque nosotros nos encontramos desde la primera vez. Ya no había más que buscar.
Rolando trabajaba en dos turnos: desde la mañana hasta media tarde, y luego durante casi toda noche. No obstante, cada día le dedicaba 15 o 20 minutos a Margarita. De pie, en la acera, con una verja de por medio, hablaban ¡sabe Dios de qué ilusiones! y reían por lo bajito, pues únicamente le permitieron poner un pie dentro de la casa cuando ella cumplió 15.

«Y no vayas a pensar que podíamos salir solos, o pararnos en la puerta a conversar. Mi mamá no concebía que una hija suya fuese cuestionada ni con el pensamiento, ¡y nada de rozarnos una mano o besarnos en un banco del parque! Siempre nos acompañaban mi abuela y mi hermana mayor, pero él comprendía y respeta las leyes de mi familia ».
Los dos años de relación ventana-acera no espantaron a Rolando ni preocuparon a Margarita: las cosas, o eran así, o no eran. Al menos, ya habían consentido el noviazgo y podía compartir el mismo espacio con ella, asediados por los «celadores » que no les quitaban el ojo de encima, aunque dichosos por la fortuna de tenerse.
¡Ay, la felicidad!, efímera como espuma. Rolando tuvo problemas con el dueño de «Anuncios Machín » y a La Habana se fue buscando ocupación, porque quien planifica casamiento ya era un hecho que aquello terminaría en boda no puede hacerlo sin sustento ni raíces.
«Resulta que me dan la entrada y, enseguida, perdí el trabajo. Por suerte, comencé en otro taller de anuncios lumínicos cuyo dueño me estimaba con un cariño especial. ¡Figúrate!, yo parecía un niño, delgadito, tan lejos de la familia, ganándome la vida y ahorrando cada centavo para pagar un alquiler, mantenerme, ayudar en mi casa y preparar el matrimonio. Iba a Cienfuegos dos veces al mes para ver a Margarita, lo cual era un gasto añadido, pero esas visitas para mí eran tan necesarias como el aire ».
Han pasado 65 años, y ella todavía presume de dama adorada. «El ómnibus de La Habana entraba a Cienfuegos a las dos de la madrugada. Antes de llegar a su casa, él pasaba por la mía y, con mucho cuidado, me llamaba por la ventana para despertarme, saludarme y decirme: “ya estoy aqu톻.
Supongo que si se hablaba de boda y el muchacho mostraba tanta dedicación, sus padres habrán suavizado el control para darles más espacio.
Salimos con chaperonas hasta que nos casamos. ¿Solos, de la mano, por la calle?, ¡ni en sueños! En esa misma época murieron mi papá y mi hermano. La economía familiar se tensó como nunca pudimos predecir, y Rolando, encima de todo lo que tenía, se responsabilizó con mis clases de piano. No concebía que abandonara algo que él mismo amaba tanto.
Y a usted, Rolando, ¿no le pareció un tanto injusto ese exceso de rigor, incluso, de desconfianza?
Nunca me desanimé a pesar de la disciplina, podría decirse que excesiva. Estando en La Habana, la esposa del dueño del taller me dijo en varias ocasiones que no entendía por qué yo gastaba tanto dinero viajando a Cienfuegos, si la capital estaba llena de mujeres lindas y solteras. Mi respuesta no variaba: «la que yo quiero está allá ». Al verme tan jovencito parece que no creía en mi determinación, pero continué firme como una piedra, y dejó de preguntarme.

Pactaron entonces que se casarían cuando Margarita cumpliera los18. El 14 de febrero de 1960, en la notaría del Dr. Efraín Caballero, tuvo lugar la boda civil. Ningún otro día del año sería lo suficientemente simbólico para celebrar la felicidad de su unión. Por primera vez, después de cinco años, se besaban en público.
«Mi mamá vivía desconsolada con la idea de que nos mudaríamos para La Habana. No concebía el no verme todos los días, pero comprendía que nuestra felicidad se hallaba donde pudiéramos convivir. En esa época la novia y su madre preparaban el ajuar de casa, aunque Rolando me decía que no me preocupara, que él se había encargado de todo. Sin embargo, nosotras suponíamos que un muchacho de solo 21 años no podría pensar en detalles y comodidades muy importantes para las mujeres. « ¡Qué equivocada estaba! Cuando llegamos a la casita de alquiler en la que vivimos los primeros tiempos, encontré un verdadero hogar, en toda la extensión de la palabra. Decorada, cómoda, limpia, amueblada con esmero. De hecho, aún hoy, 60 años después, conservamos el mismo juego de cuarto ».
«El problema era la comida », me dice Rolando, casi en un murmullo. «La madre, ama de casa clásica, no la dejaba hacer nada, así que cuando nos casamos Margarita no sabía por dónde empezar en la cocina. Hoy tengo que decir que su sazón es una maravilla, pero también ha tenido tiempo para perfeccionarse ».
Rolando ríe, y sus ojos pequeños de hijo de chino, se convierten en líneas finitas, perdidas…
«Yo aprendí a cocinar desde chiquito. Mis hermanos y yo ayudábamos a un vecino, cocinero profesional, que se dedicaba a preparar banquetes, fiestas, casamientos. Me paraba a su lado y lo veía crear. Aprendí a hacer de todo, incluso, cakes y otras especialidades de repostería fina. Fue como si me estuviera preparando para un futuro donde la esposa derrochaba demasiado en la cocina ».

Margarita no lo niega. En sus manos, cualquier cosa parece poco: aceite, azúcar, electricidad… Incluso, en uno de sus aniversarios, protagonizaron una controversia medio en broma, medio en serio que aún guardan en el álbum de recuerdos familiares. Dice ella:
«Mi marido a cada hora está con esa manía del ahorro, el otro día, me dijo ¡derrochadora!/ Como no soy ahorradora me lo puso como apodo/, no cambio de ningún modo porque él es tan ahorrador/ que cree que así se vive mejor y, por ahorrar, ahorra ¡TODO! ».
Y él responde:
« ¡Sí, claro!, ella es perfecta, pero no tiene sentido/, ella siempre me ha tenido a raya y en línea recta. / Esto no es una indirecta, discutimos día y noche/, vive pidiéndome un coche, buena jama, ropa nueva…/ ¿Saben lo que ella lleva?: ¡la medalla del derroche! ».
Vinieron tiempos duros: la intervención del taller de anuncios, una propuesta no aceptada para abandonar el país tras el triunfo de la Revolución; les nació un bebé en el mismo año de la boda y la niña en el 62; regresar a Cienfuegos, trabajar como camionero viajando por la isla... Todo fue tan repentino, tan brusco. ¿Les resultó muy difícil adaptarse a la versión menos idealista del romance?
Margot le pasa el brazo sobre el hombro a quien escogió para navegar sus años, y afirma:
Esa es la vida. Sin embargo, nunca dejamos de disfrutarla. Estábamos enamorados, ya éramos padres, y compartíamos la convicción de continuar avanzando, por los niños y por nosotros mismos.

Fue por esa fecha cuando Rolando supo que en Santa Clara estaban construyendo una fábrica de refrigeradores y que buscaban personal para completar la plantilla. Dada su experiencia en el montaje industrial lo recomendó un cuñado mecánico. Le hicieron un examen de Matemática y otro de Dibujo, los aprobó y debió viajar a Checoslovaquia, donde permaneció ocho meses recibiendo la preparación necesaria para emprender un proyecto tan colosal como la Inpud Primero de Mayo. Allí trabajó desde su fundación, en 1964, hasta el 2002. Al retirarse se incorporaría, durante 15 años más, a la asociación económica Roma Caribbean. En el momento de la segunda jubilación tenía 80 ya cumplidos.
¿Y qué sucedió con los sueños de la niña pianista?
Roly y Odalis ya habían nacido cuando comencé a estudiar en la universidad. Me licencié en Defectología y dirigí tres escuelas especiales, como la «Teresita Gálvez », de la cual fui su primera directora. Me movía la necesidad imperiosa de ayudar a los más desprotegidos. Luego, en el antiguo internado «Marta Abreu » para niños sin amparo familiar, comencé a traer a dos cada fin de semana para que se quedaran en nuestra casa y sintieran el calor de una familia real. Era raro el día que no recogía a alguno para que durmiera con nosotros. Más tarde, comencé a apadrinar a pequeños huérfanos o provenientes de hogares rotos. Los llevaba al teatro, a la playa, le celebraba sus cumpleaños. Tenía que demostrarles cuánto se les quería, que eran importantes, que no estaban solos.
Y Rolando, siempre con usted…
Todo el tiempo. Llegaba muerto de cansancio del trabajo y se metía para la cocina conmigo, con tal de que los muchachos los suyos y los «añadidos » a diario comieran rico y temprano. A veces, de madrugada, me desvelaba pensando en los que permanecían en el internado, que podían tener frío o los estaban picando los mosquitos. Despertaba a Rolando y para allá me llevaba, fueran las dos o las cinco de la mañana. Nunca ha tenido un no ni una incomprensión conmigo.

Pasaron 65 años desde la primera vez que estuvieron frente a frente, y todavía cada uno le dice «cielín » al otro. Comparten la pena insondable de una nieta incapacitada, algunos de sus grandes afectos viven a miles de kilómetros, a veces falla el oído o «vuela » la glicemia, pero son felices, indisimulablemente felices.
Para celebrar sus bodas de diamante, Margarita escribió unos versos que le entrecortaron la voz mientras los leía con los espejuelos de él: «Gracias a la vida por lo que me ha ofrecido, gracias a la dicha que aún puedo tener/, por sentir tu pecho tan cerca del mío/, sé que nunca te puedo dejar de querer ».
Vale la pena pasar por el mundo para escuchar algo así.