
Cada cierto tiempo necesitamos una pausa. Cerrar los ojos, inhalar, retener el aire en los pulmones y dejarlo ir poco a poco. Las pausas sirven para tomar fuerzas, renovar el espíritu y seguir.
Por ello, cuando la realidad obliga a quedarse en casa, prefiero usar eufemismos y decir que no vivimos un aislamiento, solo una pausa.

Pero una pausa en todos los sentidos, una pausa para reinventarnos, para mejorar como humanidad, para dejar atrás las indisciplinas, para pensar más en uno y en el otro, en los abuelos, en los enfermos, en los vulnerables.
Hace rato que el mundo sufría un espantoso virus. La COVID19 solo ha sacado a la luz los síntomas de una enfermedad profunda: el egoísmo, la frialdad de políticos que prefieren sacrificar a miles de ancianos antes de poner en rojo a la sagrada economía.
En medio de la incertidumbre, me quedo con la gente que vale la pena. Con el vecino que me regaló cinco libras de arroz cuando no alcancé en la cola, con la señora que cose nasobucos para regalar, con el médico que llora porque hace 12 días no puede abrazar a su hijo por estar salvando vidas.

Su sacrificio nos cura, y al menos, tenemos la obligación de ser consecuentes con sus horas de insomnio, con su entrega y valentía. El nuevo coronavirus no es una escena de la serie de turno. Es una realidad dura, que tenemos que enfrentar con responsabilidad.
A veces, no salir a la calle resulta imposible por justificados motivos; pero, no juegue con la suerte. Siempre que pueda, quédese en casa, proteja a los suyos para que las lágrimas sean solo de alegría cuando esta pesadilla pase y nos volvamos a abrazar. Hagamos un pacto con nuestros amigos, con las personas que amamos. Cuidémonos hoy hasta que llegue el tiempo de tomarnos de las manos y no nos falte nadie en nuestra lista. Vamos a regalarnos una cita, un día después de la tormenta, para volvernos a besar.