La otra ví­spera del 26

Andrés Rodrí­guez Monteagudo ya fallecido estuvo entre los participantes en la acción, atrevida para la época.

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Benito Cuadrado Silva
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24 Julio 2020
Andrés Rodrí­guez Monteagudo
Andrés Rodrí­guez Monteagudo, uno de los participantes en la atrevida acción de propaganda en Camajuaní­. (Foto: Archivo/Vanguardia)

En la noche del 25 de julio de 1953, mientras que en Oriente Fidel ultimaba con sus compañeros de la Generación del Centenario los detalles del ataque a los cuarteles Moncada, de Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo; acá en Camajuaní­ que además de tierra de valles y parrandas, lo es también de una fuerte vocación patriótica un puñado de jóvenes protagonizaba un hecho que puso en tensión a las fuerzas del régimen en esa localidad de la antigua provincia de Las Villas.

Numerosos carteles y consignas instando a la rebeldí­a popular, fueron colocados en múltiples espacios urbanos, incluidas fachadas de viviendas de personeros del batistato.

Andrés Rodrí­guez Monteagudo ya fallecido estuvo entre los participantes en la acción, atrevida para la época. Tení­a entonces 20 años y desde los 18 militaba en la Juventud Ortodoxa. Tabaquero de oficio, era el mayor de 7 hermanos y bien sabí­a de las penurias que a diario atenazaban la existencia de los que poco o nada poseí­an.

Anhelaba un cambio sustancial en la situación económica y social imperante, pero ese sueño solo serí­a realidad cuando ascendiera al poder el partido liderado por Eduardo Chibás. La mayorí­a de los cubanos apostaba por su triunfo electoral.

Sin embargo, el artero golpe del 10 de marzo de 1952 frustró tales esperanzas. Comprendió Andrés que el único modo de lograr sus legí­timas aspiraciones era a través de la lucha consecuente y tenaz frente al tirano.

En julio de 1953, personeros de la ortodoxia quizá al tanto de que «algo gordo » estaba en juego en la realidad cubana se reunieron con el grupo de afiliados, a quienes impusieron que estaba por llegar la Hora Cero para el gobierno y resultaba inaplazable la realización de actividades dirigidas a preparar el ánimo de la población.

Eberto Machado, Ramón Garcí­a, Raúl Rodrí­guez, Félix Bení­tez, Raúl Hernández y el propio Andrés, acogieron la tarea con determinación y coraje. La noche del 25 salieron a las calles y burlando la vigilancia policial cumplieron a plenitud la encomienda.

Al amanecer el dí­a 26, en tanto en la capital oriental los santiagueros despertaron estremecidos por el fragor del combate; en el terruño ligado a Leoncio Vidal y Andrés Cuevas, los vecinos contemplaron atónitos el inusual espectáculo que la profusión de carteles ofrecí­a. Muchos pobladores no podí­an ocultar sus simpatí­as por aquella gráfica expresión de repudio al régimen impuesto por la fuerza de las bayonetas.

La represión no se hizo esperar. Se instruyó a los implicados en la Causa 336-53 del Tribunal de Urgencia de Las Villas.

El último detenido fue Andrés. Apuntándole con sus armas, los uniformados lo condujeron a la jefatura de la Policí­a, donde ya estaban sus compañeros, algunos con muestras de severas golpizas. Él perdió dos dientes a causa de las trompadas recibidas.

En los angostos calabozos permanecieron hasta el 30 de julio, en que los trasladaron para Santa Clara, acusados de atentar contra la integridad y estabilidad del paí­s. Frecuentemente, amenazaban con enviarles a Santiago de Cuba para ser juzgados contra los moncadistas.

El 7 de agosto, a las 9:00 de la mañana, el Tribunal de Urgencia de Las Villas inició el juicio contra los jóvenes. Hasta la sala los llevaron esposados desde la cárcel y al atravesar el parque de la Audiencia los custodios aflojaron las medidas de seguridad para inducirlos a escapar. No cayeron en la trampa, y de tal modo privaron a los militares de un pretexto para asesinarlos.

En el recinto aguardaba el doctor Armando Hart Dávalos, quien asumirí­a la defensa del grupo. Con sentido de profesionalidad, valor e inteligencia, el joven letrado presentó sólidos argumentos y razones contra los acusadores, y el veredicto no pudo ser otro que el de la total absolución. La espuria justicia de los golpistas sufrió un rotundo revés en el centro de la isla.

Posteriormente, Rodrí­guez Monteagudo se alzó en el Escambray, donde se unió a la Columna 8 al mando del Che.

 

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