No ha habido en el acontecer patriótico cubano un solo hecho de envergadura que no cuente con la presencia beligerante de los santaclareños. Desde aquel vibrante grito de independencia contra el colonialismo español en la segunda mitad del siglo XIX, hasta las sonadas demostraciones huelguísticas de los años 30 y 50, y en últimos combates que abrieron paso a la victoria revolucionaria de 1959.
A lo largo de ese período la pujanza de estos hombres ha quedado, una y otra vez, evidenciada en la consecuente defensa de los valores más preciados del ser humano, esas por las cuales, diría el Che, vale la pena morir.
Precisamente, por estos días transcurre un nuevo aniversario de una de esas expresiones insurgentes que marcaron pautas por la justeza de sus fines y arraigo popular, y que tuviera su principal locación en la región central, en Cienfuegos, entonces jurisdicción villaclareña.
Se trata del levantamiento armado que protagonizó la población sureña frente a la dictadura de Fulgencio Batista, y que encontró combativo respaldo entre los revolucionarios de la capital provincial.



Corría entonces 1957, un año pródigo en manifestaciones y protestas contra la caótica situación imperante, las cuales estremecieron los cimientos del gobierno, y de algún modo repercutieron en pequeños sectores del ejército, algunos formados por elementos honestos, verdaderamente interesados en obrar cambios sociales en el país. Muchos de esos militares participarían en la insurrección que se gestaba en la Perla del Sur.
Inicialmente se concibió la asonada para el mes de mayo, con características distintas a las que en la práctica se manifestaron. Meses antes, militantes del 26 de Julio habían establecido contactos con el Distrito Naval de la sureña ciudad para atacar Cayo Loco y, con las armas capturadas, abrir un frente de lucha en el Escambray.
No fue posible la acción al ser descubierta la casa donde estaban acuartelados los combatientes. Se escogió luego el quinto día de septiembre como el más indicado. Esa madrugada se desataron las acciones, y en breve tiempo milicianos del M-26-7 y marinos, con el respaldo de la población, lograron el control de la urbe temporalmente.
Sin embargo, tras varias horas de enfrentamientos el enemigo, apoyado por la aviación y fuerzas blindadas, pudo imponer su poderío e implantar la muerte y el terror en las calles.
En Santa Clara, ese día, jóvenes revolucionarios secundaban la insurrección cienfueguera con actos diversos en las principales arterias de la ciudad, con el propósito de obstaculizar el envío de refuerzos castrenses al escenario o sureño.
De manera resuelta los santaclareños emprendieron el cierre de comercios, la paralización del tránsito, entre otros procederes. Un grupo de ellos fue interceptado por la policía en la intercepción de las calles San Miguel y Juan Bruno Zayas. Ante la superioridad numérica de los uniformados los insurgentes se replegaron, pero resultaron apresados Laureano Anoceto March, su hijo Eduardo Anoceto Rega y Rubén Carrillo Sánchez.
Sometidos más tarde a crueles torturas, los tres fueron vilmente asesinados. Constituyó ese hecho el tributo de sangre de esta ciudad a los sucesos de esa revolucionaria jornada.
Desde joven Laureano mostró su rebeldía ante la opresión. Combatió a la dictadura de Gerardo Machado y después del ataque al Moncada ingresó en el M-26-7. Imbuido de los ideales del padre, Eduardo se integró al clandestinaje y tomó parte en disímiles acciones. Tenía 21 años al morir, en tanto Rubén Carrillo solo contaba con 19. Se unió a la lucha después de golpe militar del 10 de marzo de 1952.