
Este 25 de noviembre se cumplieron cuatro años de su partida. ¡Qué susto me llevé aquel viernes! Estaba yo en La Habana. De pronto, la noticia. Fue como si el mar empezara a retroceder lánguidamente, llevándose con él en apenas segundos todas
las luces, olores, colores y sabores de la capital, que a esa hora de la noche empezaba a burbujear todo su esplendor bajo una luna menguante que alumbraba densa, quieta, absorta.
Siempre lo he pensado. Debió haber previsto la partida. Ante tantas ausencias enemigas anunciadas, la planeó cuando quiso, a su estilo. Experto en estrategias, sorprendió al mundo ¡Nada se le escapaba! Entonces no sería yo noble persona pensándolo tendido; y sí leal, haciéndolo insigne violador de todas las reglas del morir establecidas. En fin conspirador pícaro, partió sin previo aviso, con la risa en los labios, volviéndoles la cara a los hostiles.
Por eso para tantos cubanos sigue vivo, en un estado superior de neuronas y latidos, especie de criogénesis rebelde, de magisterio guerrillero único, viviente en pueblos, en campos y ciudades donde por fin hallaron casas, escuelas y hospitales los negros, los guajiros, los pobres de esta tierra soberana, auténtica, irredenta.

¡Sí! Está diseminado y vivo, impartiendo lecciones de dignidad y decoro, de igualdad y libertades plenas, de modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo, de verdades e ideas. Y ello tiene un poco de marxista y mucho de martiano. Porque nuestro Héroe Nacional vivía en él, no quepa la menor duda. Y si las almas en algún momento transmigran, la del Apóstol debió constituirse energía trascendente que por su boca hablaba, mostrándose pleno en los desfiles, campañas, jornadas, condecoraciones, accidentes, temblores, huracanes.
Como pocos líderes en la historia contemporánea de la humanidad, conocía el complejo arte de organizar y dirigir una revolución, el valor decisivo de la unidad, de lo imprescindible que resulta el esfuerzo inteligente de todos, esencialmente el de la juventud, sin la cual no tendría razón de ser la propia Revolución. Desconfiado él mismo, dudó siempre de la palabra deslindada del ejemplo, que hay que darlo para hacerse respetable y creíble.
¡Sí! Se le extraña. Otras veces lo he suscrito. Cuatro años sin él físicamente no han tenido como se dice ni más ni menos días, ni el sol ha dejado de salir, y el mundo ha seguido tan enrevesado o más de lo que él predijo, deshecho por el insubordinado clima, económicamente atascado, poblado de desigualdades y miserias, gravemente enfermo de pandemia. Y Cuba no ha dejado de ser Cuba, ni mañoso el enemigo de antaño, que no es solo el del Norte revuelto y brutal que nos desprecia, sino el otro que, disfrazado, mimético o mutante, intenta desanimar y desordenar adentro.

Pero no pueden. Él nos mostró el camino, nos dejó una obra, nos aleccionó y hace apenas cuatro años marchó definitivamente a Santiago. Allí, al lado de Martí, entre sagrados y patrimoniales muertos, el victorioso y sublime guerrillero del tiempo, nos contempla orgulloso.
Por última vez nos vimos en Santa Clara. Noche cerrada, poca luz a la entrada. A diferencia de hacía unos días en La Habana, no hay mar de olas ni ciudad burbujeante. Silencio, demasiado silencio. Memorial Ernesto Guevara. Allí hace un alto. En una cuarta dimensión del universo los dos amigos se saludan. Siempre lo he pensado. Él, a zancadas, se adelanta: «Qué tal, Che », le da la mano. «Vas bien, Fidel », choca los talones, se cuadra. Noviembre acaba. La luna nueva asoma.