Carol Amador, miembro del Partido Ortodoxo primero y del Partido Comunista de Cuba hasta su fallecimiento, tuvo el honor de ser uno de los jóvenes que Abel le propuso a Fidel Castro para que los acompañara al Moncada, y aun el hambre y las penurias sufridas por su familia en la seudorrepública, todavía conserva los diez pesos que, a inicios de 1953, Abel le recomendó que guardara para hacer un viaje a La Habana.
A pesar de tantos años ya vividos, la recia figura de Carol impresionaba todavía. Un hombre de voluntad de hierro que se vio obligado a luchar desde la niñez contra el hambre y el abandono social. En tiempos de zafra ocupaba su puesto de estibador durante doce horas, y a espalda limpia cargaba sacos de azúcar sin derecho al descanso. Luego, durante el llamado tiempo muerto, regresaba a las labores agrícolas. Su padre y él eran el sostén económico de una extensa familia. Apenas pudo aprender algo de números y de letras en la escuelita rural n.o 18 del batey del central Constancia. Alumno, igual que Abel, del maestro Eusebio Limas Recio, advirtió desde su temprana juventud que algo debía hacerse a favor de los pobres en la Cuba de entonces.
Cuando Carol empequeñecía sus ojos detrás de los gruesos cristales de sus espejuelos, uno adivinaba que un montón de imágenes se agolpaban en los recuerdos.
«Encuentra la forma de reunir diez pesos, para cuando te avise, vayas a encontrarte conmigo en la capital », me había dicho Abel en una de sus últimas visitas al batey del ingenio. Nunca me dio las razones, pero yo las imaginé, por aquello de que a buen entendedor le bastan pocas palabras. Algo grande se estaba «cocinando », porque Abel jamás hablaba por hablar, era demasiado serio para andarse por las ramas.
Diez pesos en aquella época significaban una fortuna para una familia hambreada como la mía. Centavo a centavo logré juntar la cifra recomendada por mi amigo. Una cantidad que debía esconder de mi padre, pues él nunca hubiese aceptado guardar dinero con tantas necesidades. Mas mi compromiso con Abelito valía cualquier sacrificio.
Un día, Domingo Riverón, mi compañero de lucha y de hambre, me avisó que Abel estaba en casa de sus padres y me había mandado a buscar. «Y no me preguntes, porque no me dijo nada más. Con él vino un abogado de la capital que de solo verlo se me aflojaron los pantalones ».
Aturdido por la curiosidad, partí rápidamente para la casa de Nino Santamaría. Iba contento, puesto que estaba casi seguro de que era la hora de los diez pesos. Cuando estreché la mano de aquel abogado tan alto, que se movía a zancadas como si estuviera muy apurado por salir, me di cuenta de que aquel hombrazo ya tenía su nombre escrito en la historia, y aunque no se lo dije a él ni a nadie, tuve una convicción: ese hombre será el salvador de Cuba. Conversó mucho conmigo y con Abel, y entre zancada y zancada me hacía preguntas relacionadas con mi familia, la cantidad que éramos, cuántos trabajábamos, en qué. Se las fui respondiendo lo mejor que pude según me lo permitía el nerviosismo.
No se habló de nada comprometedor. Pero nunca he podido olvidar la impresión tan intensa que me causó. Los amigos de Abel en el central nos afiliamos casi todos al Partido Ortodoxo, y después del triunfo de la Revolución, por fidelidad a aquel compañero de lucha de nuestro amigo, nos afiliamos al Partido Comunista.
Muchos años después de estos hechos, en uno de los viajes de Haydée al batey del central, le pregunté por qué Abel no me había mandado a buscar como habíamos acordado, y ella me confesó que Fidel le había orientado que me dejara junto a mi familia, pues era casi el sostén de mi casa. «Cuando estemos en la Sierra, entonces lo traes, porque es un obrero, y hombres como esos jamás nos traicionarán, son muy fieles a la causa de los humildes ».
Por eso he vivido siempre entre ese dolor, casi melancólico, por la muerte de mi amigo y la alegría de vislumbrar que el hombre que salvaría a este país era un ser sobradamente humano.